BANDERA VI
De cómo los corazones rodean a la patria
1992
Óleo, acrílico y pasta para modelar sobre tela / 142 x 160 cm
Colección MICROMUSEO ("al fondo hay sitio")
agosto
2009
Eduardo Tokeshi
Bandera VI
(De cómo los corazones rodean a la patria)
1992
Técnica mixta (lienzo, pasta para modelar, acrílico, óleo) /
/ 142 x 160 cm
Colección MICROMUSEO
(“al fondo hay sitio”)
PREVIO
El pasado 16 de julio se cumplieron diez y siete años del atentado feroz perpetrado por Sendero Luminoso en la calle Tarata del distrito limeño de Miraflores. Una masacre cuyas sombras adquieren con el tiempo proporciones cada vez más significativas. Así lo sugiere el que nuestra flamante publicación de las fotografías y el video de Anamaría McCarthy y Kevin McCarthy (respectivamente) coincida con el pronto estreno de la película de Fabrizio Aguilar sobre el mismo tema. (Otra vez, el azar no existe). Pero es también importante recordar una de las más tempranas y precisas reelaboraciones artísticas de aquella tragedia: la Bandera VI, realizada por Eduardo Tokeshi a los pocos días del estallido traumático. Con el fin de evocar mejor la intensidad inmediata de esa obra, transcribo a continuación los párrafos pertinentes del ensayo Los signos mesiánicos, cuya primera redacción se remonta a 1992 aunque su publicación final data del 2001.
EL GRAN MIEDO
GUSTAVO BUNTINX
Tras el autogolpe militar del 05 de abril de 1992 y la tercera matanza de los penales, Sendero decreta su más violento “paro armado” en la capital, con feroces atentados también en zonas residenciales emblemáticas de las clases alta y media de Lima. Ya antes había multiplicado su presencia en las barriadas, asesinando para ello a varios dirigentes populares. En medio de una ciudad que se sintió arrasada por los coches-bomba de la subversión y los operativos represivos del régimen, Tokeshi expone su sexta y entonces definitiva bandera con un subtítulo casi sentimental: De cómo los corazones rodean a la patria.
Esta vez una prolija trama fragmenta la integridad del estandarte en pequeños recuadros, tal vez asociables al amurallamiento anómico de una sociedad que el terror disgrega. En cada compartimento de las franjas rojas un trabajo de textura superpone la idea del corazón a la de llaga y estigma. Al centro, en la zona blanca, un conjunto de aspas cita el paisaje suprematista de una ciudad que asegura todos sus ventanales con bandas adhesivas como mínimo resguardo frente a las ondas expansivas. En el cuadro, sin embargo, esas aspas son también cruces, como aquéllas otras que —totalmente negras— afloran por relieve sobre el fondo negro de la obra, mientras el perímetro es recorrido por corazones rojos también cubiertos de negro. “Pero el rojo sale por veladura”, se apresura a señalar el artífice, quien reivindica así la dimensión sensible y sensitiva de la obra. Su expresión dolida. La conciencia de vivir en un país distinto, de habitar un miedo que finalmente llega a las clases medias.
El gran miedo de 1992, resumible para estos sectores en el devastador atentado que destruyó una cuadra del mesocrático jirón Tarata, en el centro mismo de Miraflores, un distrito residencial moderno con una alta concentración de teatros y galerías. Casi de inmediato todos supieron quiénes allí murieron. La pregunta, sin embargo, es qué murió en Tarata. La ilusión de permanecer al protegido margen de una guerra ubicua y sin cuartel. La esperanza de un nuevo orden que justifique tanta mortandad y sacrificio. El círculo abierto por la masacre de Uchuraccay cerraba así sus traumáticas líneas sobre la conciencia bienpensante e ilustrada.
De cómo los corazones rodean a la patria incorpora los signos exteriores de ese terror que son también los de una resignación y una tristeza. Un duelo. En este último registro se ubica una obra contemporánea y aparentemente menor: El Dorado ofrece su pequeña superficie literalmente escarapelada, con un nutrido grupo de escarapelas doradas pulcramente dispuestas en torno a una solitaria insignia roja y blanca, intacta sólo ella en medio del brillo barato que la sofoca. Hay algo de sensual y fúnebre al mismo tiempo en tal despliegue de pliegues áureos. Un brillo opaco, un fulgor tanático, como el que podemos encontrar en cierta pintura virreinal de carácter religioso. ¿Un réquiem?
El efecto se acentúa por las insinuaciones sanguinolientas del rojo que asoma entre la pintura metálica. Todo alrededor de la obra, un perímetro de tubos de desagüe. “Es el marco teórico”, bromea Tokeshi. Otro semejante rodea la Bandera VI, pero esta vez con maderas que forman un catafalco.
Las exequias de una república.