Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Scroll to top

Top

El empoderamiento de lo local

Gustavo Buntinx


AA.VV.
Circuitos latinoamericanos / Circuitos internacionales
Interacción, roles y perspectivas

Buenos Aires: Fundación arteBA, 2006. pp. [49]-[86]


LECTURAS
a bordo

Mario Urteaga
Entierro de veterano
1936
óleo s. tela / 58.4 x 82.5 cm
Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York

EL EMPODERAMIENTO
DE LO LOCAL

  

GUSTAVO BUNTINX

  

(Señalamiento previo:

Aunque redactado en su casi totalidad con anticipación a este encuentro,
el texto que voy a presentar puede ser leído como un comentario
al provocador intercambio de ayer en la primera de las mesas
que nos reúnen en este foro organizado por arteBA.

La relación se da en términos conceptuales con los sentidos importantes
de las tres intervenciones en aquel panel inaugural,
pero de modo más puntual con la confrontación aparente
entre las reivindicaciones utópicas de Llilian Llanes
y el escepticismo proclamado por Paulo Herkenhorf al invocarnos
—correctamente—
a no ser ingenuos).

 

No seamos ingenuos. Y no nos hagamos ilusiones. América Latina terminó siendo una boutade francesa; Iberoamérica una hipérbole franquista; Panamérica una grosería gringa. Y los intermitentes esfuerzos por establecer ejes o dinámicas norte-sur con frecuencia han respondido antes a intereses de los Estados Unidos que a necesidades legítimas de intercambios simbólicos entre ese país y todo lo que por debajo de él se extiende (si es que aceptamos las convenciones cartográficas vigentes). E incluyo allí los reconocimientos surgidos de las políticas (en plural) del multiculturalismo. El riesgo —ya lo han señalado Nelly Richard y otros— es que la diferencia misma sea reconocida sólo para ser hablada desde el poder. Como la periferia suele ser incorporada al centro sólo para ser desde allí nombrada y reconfigurada. Como en los tristes apelativos que nos inventan, también en el sentido de inventariarnos: Latinoamérica, Iberoamérica, Panamérica… Constructos ideológicos impuestos sobre la complejidad radical de una región donde las fronteras políticas raramente coincidieron con las culturales —y ambas se tornan crecientemente frágiles y porosas.

Un precedente connotativo es el que se dio en 1942, cuando a pocos días de Pearl Harbor el Museo de Arte Moderno de Nueva York decide contribuir al esfuerzo de guerra literalmente comprando la buena voluntad de las escenas artísticas de América Latina, al adquirir casi en un solo viaje transcontinental el grueso de las decenas de obras que un año después exhibiría como la gran colección latinoamericana del MoMA. Ya en otras ocasiones(1) he tenido oportunidad de analizar algunos detalles de aquel peregrinaje de Lincoln Kirstein por las tierras del sur, caracterizable por momentos como la reprimida escena primaria del postmoderno viaje curatorial al que estamos ahora todos demasiado habituados. El que aquel recorrido inicial, iniciático casi, sirviera también para labores de espionaje —político y bélico— es tal vez demasiado síntomático.

Como sin duda lo es también el rápido olvido en el que cayó todo, casi todo eso —incluyendo la propia colección latinoamericana del MoMA— una vez agotadas las exigencias de la guerra. Será interesante observar en el tiempo la recuperación sesgada que de aquella experiencia se procura hacer desde la exhumación y exposición temporal de esas y nuevas obras latinoamericanas realizada hace apenas un año [2004] en el Museo del Barrio. Tal ubicación es de por sí reveladora, y sugiere una interesante postdata a la amarga polémica generada por el viraje de esa última institución, al abandonar su definición originaria y fundante como museo neorriqueño, museo comunitario, museo del barrio (precisamente) para reconfigurarse como un trasnacional museo latinoamericano, en respuesta paradójica a las demandas globalizantes de la metrópoli. El tema es complejo y requiere de una reflexión imposible en el formato breve de esta ponencia: baste por el momento señalar el contraste entre lo mucho indudablemente ganado por una institución que se consolida, y las otras consecuencias de una “gentrificación” (aprovechemos el anglicismo) que los detractores de ese proceso interpretan como la postergación de comunidades locales de origen caribeño por nociones más abstractas e internacionalmente prestigiadas de lo que es latinoamericano. El otro remoto utilizado para camuflar y desvanecer al otro demasiado inmediato.

Debates como éste son también decisivos para quienes hablamos desde el sur-sur (hay también un sur en el norte, y viceversa) pues finalmente ponen de relieve que la única activación perdurable y legítima de algo llamable las Américas es aquélla surgida por fuera de las lógicas de la mirada metropolitana, esa mirada renovadamente imperial, esa mirada mal llamada postcolonial. Y en esa perspectiva crítica lo determinante —a la larga, y a la corta también— será el empoderamiento de lo local.

Es decir, el empoderamiento no tan sólo de los artistas locales, ni siquiera del arte propio, estrechamente entendido, sino también del complejo tramado de relaciones personales e institucionales que constituyen la real experiencia artística. Obras y obradores, ciertamente, pero además museos, colecciones, discursos, publicaciones, archivos, mercados… Circuitos. Y sobre todo, especialmente, necesariamente, proyecto crítico.

La elaboración del soporte necesario para todo ello implica por lo menos tres construcciones simultáneas. La consolidación y diversificación de los mercados incipientes para el arte contemporáneo. La cristalización de una institucionalidad artística propia. La articulación de las comunidades artísticas a proyectos críticos viables pero profundamente comprometidos con la agenda democrática que es hoy un horizonte de emergencia para el continente entero.

Esto último es de importancia vital. Muchos de los involucrados en las discusiones suscitadas por este foro han —hemos— participado en distintas iniciativas para el derrocamiento cultural (a veces también el derrocamiento fáctico) de las dictaduras que durante dos o tres décadas intentaron redefinir —de la peor manera— el sentido mismo de aquello que se quiso identificar como lo latinoamericano. El momento actual, en cambio, es para casi todos nosotros el de la edificación cultural de la democracia. Y esto implica las duras tareas de la construcción de una institucionalidad nueva, también en las repúblicas de las artes. Hay, en ello, varias aristas complejas. Por un lado, la formalización y consolidación de alternativas surgidas en un principio de gestos individuales y utópicos, como los de TEOR/éTica en Costa Rica o El Museo del Barro en Paraguay, para no mencionar con nombre propio casos en que yo mismo me veo involucrado. Pero también, por otro lado, la mucho más ardua e ineludible misión de regenerar la institucionalidad estatal y pública del arte, penetrando y transformando sus inoperantes museos y academias, sus archivos devastados, sus anacrónicas escuelas. Contribuir desde allí a la reforma radical y crítica de esos Estados que son hoy, tantas veces, un factor especial de inequidades y subdesarrollos en nuestras sociedades.

En cada una de esas instancias el tema decisivo es el empoderamiento de lo local, materializando estructuras y relaciones que respondan a nuestras propias necesidades simbólicas, facilitando al mismo tiempo un intercambio con los circuitos cosmopolitas que no esté signado por la subordinación. La experiencia aún incipiente de Buenos Aires es tal vez un ejemplo útil, por el carácter casi sistémico de iniciativas distintas, incluso opuestas pero finalmente complementarias, que en los últimos años han revolucionado su institucionalidad artística —aunque por lo general desde el lado de la iniciativa privada. Las energías simultáneas de propuestas como arteBA, el MALBA, la Fundación Espigas, los centros culturales renovados, las publicaciones nuevas, los espacios alternativos, el mutante espacio académico, instalaron a la escena local —incluso internacionalmente— de modos extremadamente más efectivos que aquellas donaciones millonarias a entidades como el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, con las que algunas fortunas porteñas buscaron ansiosamente hacerse un lugar aislado e individual en la vida social del norte-norte.

Hay aquí un tema de productividad que debe ser seriamente explorado. Experiencias tan enfrentadas como las de Chile bajo Pinochet y Cuba bajo Fidel ponen en reluciente evidencia el poder diferenciado de la inversión en lo inmediato. Desde la oposición o desde la oficialidad, es la operatividad crítica de los mejores momentos de la Avanzada de Santiago y de la Bienal de la Habana la que insinúa al menos la fantasía de un poder propio que desestabilice las verticalidades de las axiologías norte-sur. Y con resultados ciertamente tangibles, aunque por el momento insuficientes.

Todo ello en irritante contraste con la esterilidad de las inserciones particulares, personalizadas, en que se agotan las estrategias intuitivas (la paradoja del término es deliberada) de otros artistas, curadores, coleccionistas. Tras las incorporaciones aparentes surgidas de la globalización, suelen surgir formas más finas (o perversas) de exclusión: como bien ha señalado Gerardo Mosquera, en demasiados aspectos, el mundo todavía se divide entre culturas curadoras y culturas curadas —y eso lo distorsiona todo. Para entender lo puro y duro que ello significa quizá bastaría un análisis sin concesiones de las dificultades y entrampamientos impuestos a un proyecto curatorial sudaca como el encabezado por Mari Carmen Ramírez (e incluyendo justo a Mosquera, entre otros) al cometer la insolencia de intentar reescribir ciertas historias del arte moderno desde el Reina Sofía —y en parte con sus presupuestos, algo infinitamente resentido en ciertos círculos españoles.

El que hace poco esa exposición se haya reeditado en el Museo de Bellas Artes de Houston —con todo el necesario apoyo, con todo el necesario aprecio por su perspectiva esencialmente crítica— ayudará tal vez a poner algunos de estos temas en más áspera (y reveladora) perspectiva. Incluyendo la interesante paradoja de que las batallas de prestigios entre el aparente norte y un supuesto sur devenga en competencia de valoraciones entre dos escenarios privilegiados del llamado Primer Mundo (Madrid y Houston). Pero tal vez lo que ante situaciones así debamos confrontar es la erosión creciente de tales categorías y denominaciones geopolíticas —parte, en realidad, de las erosiones mayores de nuestra era. La de estados enteros de Estados Unidos integrados progresiva —y silenciosamente— a aquello que persisten en llamar “Latinoamérica”. La de España desintegrada en una Europa que se recompone desde autonomías e identidades fragmentarias.

Los nuevos mapas que de ese modo se configuran quizá desvirtúen la propia nomenclatura geopolítica, el sentido mismo de denominaciones como norte-sur. Y ayuden a articular su inversión radical (sur-sur): la utopía perpetua de axiologías nuevas, alternativas, peripatéticas, transperiféricas. Susceptibles de devolver al arte y al sistema artístico su potencial imaginario para la renovación de comunidades de sentido, comunidades de sentimiento. Y capaces de dar el crucial paso histórico de la desconstrucción a lo reconstructivo.

Ya lo decía el propio Derrida, aquel padre putativo de la desconstrucción: “La emancipación vuelve a ser hoy una vasta cuestión. No tengo tolerancia por aquéllos —desconstruccionistas o no— que son irónicos con el gran discurso de la emancipación.”(2) Hay, tal vez, demasiada ironía cínica en nuestros tiempos sin dios, en nuestros desangelados tiempos. Demasiada ironía y no suficiente compromiso. Que toda desconstrucción alimente el impulso reconstructivo. Un reto para la imaginación radical, en los dos sentidos de ese tan abusado término: pensar las cosas desde sus raíces implica llevarlas a sus extremos. (O al menos recorrerlos).

Maravillas de la dialéctica: si el inicio de mi argumentación por momentos se articula con el justificado y melancólico escepticismo del profesor Paulo Herkenhorf en el conversatorio de ayer, las conclusiones a las que parezco llegar podrían más bien escucharse en resonancia con el pensamiento utópico reivindicado en esa misma ocasión por la camarada Llilian Llanes. Para terminar de contradecirme, aunque sea sólo en apariencia, quisiera sugerir que si América Latina no existe, tal vez debamos reinventarla.

Notas

1. Véase, por ejemplo, mi libro inédito: “Another Goddamned Gringo Trick”: MoMA’s Curatorial Construction of “Latin American Art” (and Some Inverted Mirrors). Porciones de ese estudio fueron presentadas por primera vez en el año 1999 en la Universidad de Texas en Austin, y luego en foros diversos de la Argentina y los Estados Unidos, incluyendo en noviembre de 2002 el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Para un desarrollo puntual de parte de la argumentación allí ensayada, véase: Gustavo Buntinx. “El eslabón perdido: Avatares de Club Atlético Nueva Chicago”. En: Adriana Lauría (ed.). Berni y sus contemporáneos. Correlatos. Buenos Aires: MALBA, 2005.

2. Cit. en: Simon Critchley, Richard Rorty, Jacques Derrida, et al.Desconstrucción y pragmatismo. Buenos Aires: Paidós, 1998. La frase fue articulada en el contexto de un debate anterior (1993) entre Jacques Derrida y Richard Rorty.

← Anterior
Siguiente →