
LO IMPURO Y LO CONTAMINADO [I]
Retornos críticos de la pintura (1997 – 2002)
Artífices varios
CENTRO CULTURAL DE ESPAÑA
Santa Beatriz / Lima - Perú
EXPOSICIÓN (Curaduría: Gustavo Buntinx)
10 de abril
19 de mayo
2002
<span class='fa fa-star'> </span>Promiscuidad nueva
Gustavo Buntinx
Lo impuro y lo contaminado [I]
II. Promiscuidad nueva
(Ensayo curatorial)
Alfredo Márquez
La Pachacuti
(Like a Virgen)
1998
Acrílico y collage sobre tela / 150 x 140 cm
Colección MICROMUSEO
(“al fondo hay sitio”)
(Fotografía: Daniel Giannoni)
Zonas erógenas. También ominosas. Una misma palabra quechua —mallki— reúne los conceptos aparentemente encontrados de momia, feto y semilla. La condensación lingüística de una cosmovisión cíclica reiterada por la posición uterina de los cuerpos en los acaso millones de fardos funerarios que siembran y minan nuestra geografía. La ambivalencia de esos cadáveres germinales, su inquietante extrañeza, ha motivado importantes aproximaciones artísticas a la densidad mítica de nuestras contemporáneas violencias. Los temores y deseos que a veces vinculan a esos bultos y latencias con el ciclo de Inkarri, el Inka-rey decapitado cuyo cuerpo se regenera bajo la tierra a la espera del momento propicio para volver a la vida y restaurar el tiempo interrumpido de los indígenas.(1)
Ansiedades míticas que un lienzo excepcional (1998) de Alfredo Márquez (Lima, 1963) lleva a sus expresiones más históricas, acumulando sobre la versión pintada de un manto funerario wari nutridas evidencias culturales de lo preinca, de la conquista, del virreinato, de nuestros días…
El propio textil exhibe tanto la aterradora figura del degollador ancestral como los colores blanco y rojo eventualmente perpetuados en la bandera republicana. Entierros ceremoniales exhumados en la Huaca de los Brujos en Túcume alternan con irradiaciones de la tradicional pintura cuzqueña —y al mismo tiempo con los dibujos astrales y la cabeza decapitada del Inca en la crónica indígena de Guaman Poma. Hasta llegar al postindustrial código de barras. Y a las delineadas pero encendidas rosas que son el moderno atributo de Sarita Colonia, esa devoción despreciada pero triunfante de migrantes mestizos que al así parasitar la iconografía de Santa Rosa le otorgan a la religiosidad criolla una vida nueva y transformada. Transmutada: en semejante contexto pictórico hasta el convencional emblema del reciclaje adquiere las connotaciones esotéricas de una resurrección.
“Resurecion, de los Muertos”, reza (reza) el lema desplegado alrededor de ese símbolo como una cita —textual hasta en su puntuación y ortografía— de las interpretaciones del Juicio Final en las iglesias coloniales del sur andino. Pero lo aquí decisivo es el que la momia así devuelta a la vida sea no, por ejemplo, la llamada Dama de Ampato (mucho menos “Juanita”) sino una fluorescente y (des)teñida vedette “chicha” —Iris Loza— con las nalgas abiertas por el gesto fotográficamente detenido en que su figura se nos ofrece casi genuflexa. Como si en algún inevitable momento de su resurrección el ovillado ancestro asumiera, al erguirse, una pose obscena. Y entre las contorsiones del cuerpo venal y cimbreante la bataclana se transfigurara, por un instante, en triunfante Virgen angelical —adornada precisamente por los destellos y las alas y la gran corona con que el arte virreinal emblematiza cierta condición divina. Una apoteosis, en el sentido clásico de otorgar la dignidad de dios a un héroe —una heroína— que debe aquí interpretarse como la encarnación de una gesta cultural: es también la gloria de un mestizaje nuevo la que se anuncia tras este sincretismo portentoso.
Un mestizaje arcaico y nuevo. Like a Virgen es el subtítulo bilingüe que asocia esta sub-versión a la de una conocida canción de Madonna, cuyo propio nombre alude a otra sacralidad desvirtuada. Pero el juego determinante de palabras está inscrito en el nombre principal del cuadro, en sus desdoblamientos y fracturas: La Pacha-cuti.
“Pachacuti” (o “Pachacukuti“) es un término masculino de origen quechua que suele ser traducido como “el voltear del mundo” e implica la inversión simétrica del orden dado: una transformación social y cósmica de carácter cataclísmico en algo relacionable al concepto griego original de “catástrofe”. El quiebre y trastocamiento de género en tan cargada palabra la vincula con aquélla otra —“pacharaca”, abreviada como “pacha”— que en el Perú suele utilizarse para aludir despectivamente a mujeres de clase media-baja o popular que hacen del uso pródigo de su sexualidad un mecanismo para la obtención de favores. Pero en algunas variantes dialectales la etimología de “pacharaca” puede de igual manera significar el sexo abierto de la tierra. Su fecundante raja.
Promiscuidad de sentidos que impregna de vulgaridad a lo sagrado —y viceversa— derramando sus fluidos sobre la actualidad más banalizada. Inkarri vuelve y camina entre nosotros, pero no como una grave presencia fantasmagórica sino en las estridencias y disonancias de la despreciada modernidad popular. Que nos redimirá. Que ha redimido ya al propio artista: condenado a una carcelería injusta en una prisión infame, al iniciar en 1998 su cuarto año de encierro Márquez pinta en su mínima celda este cuadro como una ofrenda, como un exvoto, como quien oficia la apertura ritual del ajuar de una momia. Un ritual de resurrección que es además el de su propia liberación lograda al poco tiempo de culminar el cuadro (un primero de mayo) tras la revisión del caso por una comisión especial. La eficacia simbólica.
El autor había sido condenado a veinte años de prisión por “apología del terrorismo” en virtud de la poderosa ambivalencia que energiza su producción anterior, articulada desde colectivos artísticos como NN y Los Bestias. Sin duda la imagen paradigmática de aquella experiencia fue la de Mao Dze Dong con los labios sensualmente pintados (1989), tensionando la iconolatría senderista con la irreverencia warholiana. Maorylin: la coexistencia de lo irreconciliable.(2) Una alternancia potenciada por la inclusión de códigos de barras con la numeración asignada a la ley contra la apología del terrorismo o —en una versión anterior (1988)— a la línea telefónica hecha entonces disponible para la denuncia anónima de subversivos supuestos. Es con un alegre ludismo —pero también con ironía amarga— que La Pachacuti retoma ese registro último, transformándolo en un número comercial para llamadas y conversaciones pornográficas, muy utilizado por los presos que accedían al floreciente mercado negro de alquiler de aparatos celulares en la cárcel.
Una transgresión legal para un desfogue sexual que en este cuadro es también cultural. Y técnico. Entre las varias ambivalencias pictóricamente inscritas en el cuadro se halla la irradiación escondida —y revelada por primera vez en el montaje especialmente concebido para esta muestra— de pigmentos fluorescentes sólo perceptibles bajo los efectos de la luz negra. Recursos chabacanos de cabaret que aquí sin embargo exaltan el brillo aurático de la carne degradada pero resurrecta. Un fulgor compartido con otras presencias decisivas: la planta sagrada de la coca, la cabeza decapitada del Inca, la versión rutilantemente pop del amaru –esa mítica serpiente andina portadora de trastrocamientos cósmicos y telúricos. Como el anunciado por los demás elementos que terminan de otorgarle a la desnudista vulgar el atributo definitivo de una virgen apocalíptica: la mujer alada vestida de sol y coronada de estrellas que se yergue sobre la media luna con el dragón infernal a sus pies.
Aquella intensidad cromática se ve también asociada, de modo tan inconsciente como significativo (el azar no existe), con la emanación lumínica de otro cuadro crucial para nuestra contemporaneidad artística: el ominoso fardo funerario pintado por Armando Williams en 1983, poco antes de abandonar el país durante los primeros años de la violencia senderista.(3) El bulto sagrado se representa allí al iniciarse el trance supremo de su profanación y apertura. Pero el azul eléctrico de los lazos perturbadoramente desatados en ese lienzo histórico es ahora el que satura de energías otras –como a la estampa kitsch de una divinidad hindú– el grosero volumen corpóreo de una Iris Loza radicalmente expuesta: la exhuberancia carnal de los nuevos y promiscuos tiempos. La promiscuidad nueva, cultural y política, que emerge del fardo finalmente abierto.
No un Orden Nuevo sino el Gran Desorden surgido de nuestra guerra civil. Irresuelta.
Barroco sobre barroco.
Armando Williams
Fuera de sitio
1983
Acrílico sobre tela / 150 x 150 cm
(Versión original del cuadro
luego modificado e integrado a un tríptico
hoy en las colecciones de
Museo de Arte de Lima [MALI])
Notas
1. Gustavo Buntinx. “Los signos mesiánicos: Fardos y banderas en la obra de Eduardo Tokeshi durante la República de Weimar Peruana (1980 – 1992)”. Micromuseo, nº 1. Lima: MICROMUSEO Productions, abril del 2001.
2. Gustavo Buntinx. “El poder y la ilusión. Pérdida y restauración del aura en la República de Weimar Peruana (1980 – 1992)”. En: Gabriel Peluffo (coord.). Arte latinoamericano actual. Montevideo: Museo Municipal de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, 1995. pp. 39-54. (Actas del coloquio internacional Nuevas voces: ideas y contexto en el arte latinoamericano actual, organizado por el Museo Blanes el 18 y 19 de noviembre de 1993 como acompañamiento al Primer Salón Municipal de Artistas Invitados Latinoamericanos). (Texto rep. en versión traducida al inglés por el Institute of International Visual Arts [INIVA] en 1995. Rep. también, en versión bilingüe, por el Museo de Arte de Lima [MALI] en el 2013).
3. Gustavo Buntinx. “La utopía perdida. Imágenes de la revolución bajo el segundo belaundismo”. Márgenes, nº 1. Lima: SUR, marzo de 1987.