PSEUDOMUSEOS
Sobre el Museo Salinas y otros ejemplos
de la museografía parasitaria en México
Museo como Medio (Simposio organizado por Pablo Helguera)
Guggenheim Museum (Nueva York) / Centro Nacional de las Artes (México)
27 de abril del 2002
LECTURAS
a bordo
Publicidad del Museo Salinas
con máscaras que forman parte de su colección
PSEUDOMUSEOS
SOBRE EL MUSEO SALINAS Y OTROS EJEMPLOS
DE LA MUSEOGRAFÍA PARASITARIA EN MÉXICO
CUAUHTÉMOC MEDINA
“Dejad de hacer Readymades, haced museos”. Con ese slogan claramente manifestatario, hacia 1996 el artista Vicente Razo Botey concluía la “Disposición Orgánica y Estatutos” del Museo Salinas: una de las varias instituciones / corporaciones virtuales / voluntaristas que a fines de los años noventa pulularon en esta región tanto como estrategias de intervención política y medios de simulación conceptual.
Tras el colapso económico / moral / simbólico / financiero de 1994, en medio del desempleo generalizado y el vertiginoso ascenso de la criminalidad callejera, un amplio sector de mexicanos encontró una compensación a la crisis en un ajusticiamiento iconográfico. Artesanos e industriales se atiborraron el mercado informal con millares de muñecos, “judas” de papel maché (las figuras que tradicionalmente se hacen explotar en semana santa para castigar a los enemigos populares), piñatas, máscaras de hule y hasta dulces de chocolate, todos con efigies del expresidente Carlos Salinas de Gortari representado como demonio, vampiro, rata o presidiario. Aquella oleada de arte popular politizado marcó el resurgimiento masivo de la artesanía como lenguaje crítico público. Vicente Razo, entusiasmado, se ocupó de coleccionar cuanta expresión de “salinofobia” era posible adquirir en la calle.
Una vez formada una colección de esos objetos que él consideraba “exorcismos callejeros de pesadillas revolucionario institucionales”,(1) Razo efectuó una operación postduchampiana. En 1917, todos lo sabemos, Marcel Duchamp expuso en el Salón de los independientes de 1917 un urinario en plano de igualdad con las obras de arte. Ochenta años después, Vicente Razo tomó su colección del vudús multitudinarios contra Carlos Salinas y la instaló en su baño, a fin de (cito a Razo) “poner (al) museo en el excusado”.(2) No contento con eso, colgó en la puerta un cartel que decía “Museo” y se proclamó “director general, fundador, miembro honorario y vitalicio”(3) de la institución. Operación que, sin el saberlo, replicaba el acto de constitución del Museo de Arte Moderno de Marcel Broodthaers.
Por tres años, Razo se ocupó de activar la pseudoinstitución. Su actividad publicitaria logró insertar el Museo Salinas en un circuito impensable para el arte contemporáneo local: las crónicas políticas generales de revistas, radio, televisión y diarios, y hasta los reportes de los corresponsales internacionales de periódicos como Pravda. Todo ello llevó a su autor a ser motivo de amenazas extrajudiciales y a introducir sus ideas en el circuito informal de las leyendas urbanas. Cientos de gentes de todo tipo le telefonearon para hacer una cita, visitaron y comentaron con el artista / coleccionista / director y guía de museos la colección de efigies caricaturescas de Carlos Salinas, y —maravilla de maravillas— casi ninguno se dio cuenta que aquello era (también) una obra de arte conceptual.
La iniciativa tuvo una implicación adicional. Al constituir un Museo mediante una inversión estructural del readymade duchampiano, Razo puso en evidencia la superficialidad que el concepto y la práctica de la institución-museo tienen en México, al tiempo que disputaba al arte contemporáneo profesional sus pretensiones de significación cultural y política. Se trataba de una estrategia kitsch, populista y antiacadémica de crítica institucional. Por un lado, la creación del Museo Salinas demostraba que en este país la palabra “Museo” es eso: meramente una palabra, que como la palabra “arte” para Duchamp, se efectuaba por medio de una selección y una enunciación. Por otra parte, Razo utilizaba la estratagema de la colección y la investidura derivada de dirigir su museo, para marcar una clara distancia estética frente a sus contemporáneos. Ante el predominio de obras fundadas en el minimalismo y el conceptual entre los artistas latinoamericanos de los años 90, Razo hacía suya la la prohibición de Duchamp de multiplicar al infinito el gesto del readymade (“limitar el número de readymades por año” decía Duchamp) en contra del abuso que sobre ese legado ha hecho la progenie duchampiana. En otras palabras, propuso su coleccionismo de “bagatelas políticas” como la alternativa ante la generalización despolitizada de prácticas neoconceptuales, saliendo a defender a Duchamp de la ortodoxia de su domesticación postmoderna.
Tenemos aquí la posibilidad de reescribir provisionalmente el título de esta mesa. No estamos ante la exploración de “los límites del museo”, sino ante un juego irónico / mimético / sucedáneo con las limitaciones de la institución-museo y la institución-arte en un cierto contexto, como plataforma de exploración estético/político/cultural. Nada más justo: cuando el artista de la periferia enfrenta la institución museo, no se haya necesariamente ante un sofisticado aparato de administración hegemónica del valor. Todo lo contrario: su experiencia está marcada por una inscripción mimética / colonial / derivativa de la institución del Museo en su localidad. Es decir, por haber consumido un paisaje de museos que jamás coleccionan o adquieren colecciones a base de ideología y contingencia, donde el edificio y el nombre “museo” semiocultan el desdén por la práctica curatorial y una asombrosa miseria de recursos. Reacciona ante instituciones que están irónicamente preservadas del riesgo de comercialización y control corporativo por el desprecio casi unánime que despiertan tanto entre las clases altas como las clases burocráticas, y que se localizan en edificios “emblemáticos” cuya función principal es la simulación de un aparato educativo jamás puesto en marcha y la regurgitación de las ideologías de “significación, grandeza y peculiaridad” nacional. Instituciones que, por consiguiente, requieren una critica distinta a la que supone la acumulación grosera de capital simbólico de los museos metropolitanos.
El caso de México es peculiar en ese sólo sentido: por un lado, como explicaba en otro lado, el Estado mexicano perpetuó una malinterpretación intencionada de lo museístico. En México el Museo no es esencialmente un tesoro de colecciones de objetos culturales, sino la vitrina tridimensional de las ideologías oficialistas. La carencia de colecciones (carencia absoluta en cuanto a arte contemporáneo) ha acostumbrado al público a pensar que “Museo” es equivalente a “sala de exposición”. Lejos de servir como reservorios de la memoria, los museos mexicanos adoptaron mucho tiempo atrás la política de representar la volatilidad de lo efímero. Su principal objeto a exhibir, cuando no las frases en bronce de los funcionarios que apadrinaron con el capricho su creación, es la dudosa inventiva de los verdaderos artistas oficiales del país: los arquitectos.
De ahí un efecto por demás paradójico. Los escasos intentos por crear un museo tradicional, como el caso del Museo Nacional de Arte en la ciudad de México, son de hecho formas de resistencia e innovación cultural. A lo largo de los últimos años, los curadores trabajando en instituciones han sido en los hechos algo más que los facilitadores de la producción artística: han reinventado a contracorriente de las directivas de sus superiores a los museos como espacios donde programación, financiamiento y debate derivan de decisiones intelectuales y estéticas, y donde se expresa el entusiasmo de una audiencia creciente, y no de las ideologías pseudoculturales que pone en boga el estado. Para eso, han tenido que rehusarse a servir a una imaginaria “política cultural nacional”, para dedicarse a lo especifico de obras y proyectos. Pero las fuerzas de resistencia a esa modernización, finalmente la inscripción de la profesión curatorial, han venido de lados insospechados.
Convengamos que al antiguo régimen del Partido Revolucionario Institucional la pérdida del poder le parecía una hipótesis lejana e impensable. Por consiguiente, le obsesionaba el prestigio cultural: cooptar intelectuales y artistas (o reprimirlos si llegaba a serle necesario) era una necesidad imperiosa, pues al régimen del PRI le resultaba crucial el control del sistema simbólico del Estado-nación. Un mecanismo de poder tan sofisticado como el PRI requería dejar resquicios de libertad artística e intelectual, a fin de sobrevivir el juicio de la llamada “alta cultura” ya como patrón de las artes o impulsor de la identidad nacional. Esa necesidad simbólica, claro, implicaba un espacio de negociación con la cultura viva. Entre otras cosas, durante los últimos años del régimen priista los museos y espacios de exhibición públicos fueron encargados a curadores que habían desarrollado prácticas alejadas del patrimonialismo ideológico del gobierno y su política cultural tradicional. La paradoja es que con la llegada al poder de Vicente Fox en el año 2000, ese avance de la institución museo fue puesto en cuestión por la combinación de dos factores. Uno, la absoluta falta de proyectos culturales de la derecha que tomó el poder, quien no sólo no es consumidora de cultura, sino que sueña con reciclar algunas de las políticas anacrónicas de representación nacional del régimen pasado. Por otro lado, de manera impensable, la nueva autoridad cultural identificó a los profesionales del Museo como sus enemigos. Intentó primero desplazarlos, como si ellos fueran parte del régimen priista, y no un sector de crítica e innovación que el antiguo régimen estaba intentando absorber. Actualmente, los somete cotidianamente a una estructura de vigilancia y control, pues no atina a concebir la posibilidad de que la institución Museo opera mejor en la medida de que es autónoma y su aparato curatorial tiene entera libertad de determinar programación y contenidos conforme los criterios que derivan de su posición ante el debate artístico en boga.
El resultado es que la aparente democratización reactivó una serie de tentaciones administrativas, que se escudan por ejemplo en la demagogia de descentralizar a la provincia la actividad cultural. Lo mismo que en la Venezuela de Hugo Chávez, la administración cultural de Fox en México, vino acompañada de una ofensiva contra la autonomía de la institución museo y la libertad de decisión curatorial.
Esa paradoja debe, sin embargo, pensarse en una perspectiva más amplia. La globalización (económica pero también expresada en la normalización de la democracia electoral) produce, entre sus mil diversas formaciones reactivas, un retorno del burócrata cultural que se cree capaz de someter el campo del arte a un proyecto de control autoritario formulado con una retórica pseudodemocrática. Del mismo modo en que en Brasil, como expresé en relación a otra parte de este cuestionario, las mismas elites económicas y políticas que contribuyeron a desahuciar a la nación como agente de control económico vienen ahora a formular un simulacro de renacionalización del discurso artístico con exposiciones como Brasil 500 años y Brasil: Body and Soul, la administración cultural en lugares como México y Venezuela trata de poner controles fronterizos y políticos pseudopopulistas en la política de los museos. De ahí que la fricción en curso entre los profesionales de museo, la crítica y curaduría independiente, y este resurgimiento de una visión patrimonialista de la política cultural nacional, sea ella misma una formación reactiva de la globalización, tanto como lo es la amenaza de Le Pen en Francia, como las formas más paranoicas de patriotismo estadounidense tras septiembre del 2001.
Todos sabemos que “globalización” es la era de las paradojas: el tiempo donde la universalización del capital produce efectos similares a pesar de que operen aparentemente causas opuestas, o viceversa: donde las mismas causas generan catástrofes disímiles. La despolitización y control derivados en el Centro por la comercialización y la hegemonía corporativa sobre las instituciones culturales, se replica en la periferia con nuevas formas de autoritarismo burocrático. En lugares como Nueva York el museo amenaza con convertirse en una rama más de la industria cultural y de entretenimiento, en el sur está amenazado por la forma en que políticas dirigistas de cultura resurgen como forma paranoica de reacción a la globalización. El efecto es el mismo: nos enfrentamos a fuerzas que conspiran contra la autonomía cultural y la noción del museo como espacio publico.
En ese sentido, resulta lógico que mientras la crítica institucional en el centro debe ocuparse de poner en evidencia la complicidad de la práctica museística con los intereses corporativos e ideológicos de la alta cultura, para cuestionar la apariencia de “autonomía” de esas instituciones, en la periferia la intervención de critica institucional bien puede implicar efectuar la tarea museística al paralelo de una institución inexistente.
El Museo Salinas es efectivamente una colección de arte contemporáneo / popular. Efectivamente, planteó sus estrategias a la luz o en consecuencia de las estrategias del arte avanzado, y efectivamente consiguió ejercer un efecto en el carácter de la cultura pública de un momento determinado. En resumen, el Museo Salinas sí fue un Museo, definido como espacio público donde ejercer la autonomía curatorial, a diferencia de la mayoría de las instituciones que aquí así se proclaman. Al mismo tiempo, utilizó la investidura de “lo museal” para plantear una crítica sobre el tipo predominante de producción artística de la localidad.
Es por esa debilidad de la institución local (financiera, organizativa o lo que es lo mismo, simbólica y política) que, con frecuencia, la contribución del artista ante lo museístico tenga que ver con intentar crear modelos institucionales: hacer, a veces sobre la base de los recursos propios, lo que el Estado o las empresas no consiguen siquiera atisbar, la constitución de la institución cultural. Podría referir como ejemplo el asombroso circuito de museos, colecciones, bibliotecas, cinematógrafos y jardines que, en Oaxaca, ha fundado Francisco Toledo. Me remitiré a otro caso de la ciudad de México donde un artista puso en operación una institución curatorial que era, también, una crítica de un forma de arte anacrónico: la escultura urbana monumental.
En 1996, el arquitecto / artista Pedro Reyes decidió ocupar uno de los remanentes de lo que fue el proyecto de escultura urbana más ambicioso que se ha hecho en Latinoamérica: la Torre de los vientos del escultor uruguayo Gonzalo Fonseca, localizada en el cruce de Avenida Insurgentes y periférico al sur de la ciudad, y parte de la “Ruta de la Amistad” que, con motivo de la Olimpiada de 1968, coordinó Mathias Goeritz. Ciertamente la escultura de Fonseca difiere radicalmente del resto de las obras que componen ese circuito de escultura monumental: es una especie de Torre de Babel o torre de Tatlin que no sólo está concebida para verse desde la avenida, sino que tiene un interior habitable e incluso amueblado con una serie de estructuras en concreto, además de albergar lúdicamente ciertos signos e inscripciones que rinden homenaje al Universalismo Constructivo de Joaquín Torres García.
Pedro Reyes la convirtió en su taller y tras entrevistarse con Fonseca, decidió convertirla en un espacio de exhibición independiente. Cada tantos meses, un artista local o visitante ha usado la Torre para efectuar la más diversa gama de intervenciones artísticas: desde albergar una masa de bloques de hielo que instaló ahí Enrique Jezik, pasando por una acción de Santiago Sierra consistente en interrumpir con un trailer el flujo de los automóviles en la carretera frente a la Torre, a las intervenciones del espacio arquitectónico de la escultura de Mauricio Rocha o Héctor Zamora. En la Torre de los vientos la escultura modernista ha sido transformada en la emisora de una transmisión de radio del sonido de la autopista de la canadiense Germaine Koh, o en el interior para la instalación de lámparas / estrellas luminosas de neón de Thomas Glassford, o una acción de Claudia Fernández quien colocó en ella un trampolín desde donde un clavadista amenazaba con tirarse hacia el suelo.
Son muchos los aspectos que la Torre de los vientos plantea como experiencia artístico / curatorial. Por un lado, Pedro Reyes ha construido un sustituto de una institución curatorial ausente: a falta de eventos artísticos de intervenciones urbanas del tipo de In Site o una Bienal en la ciudad de México, la Torre de los vientos ha sido durante casi seis años uno de los principales impulsores de la experimentación de las instalaciones e intervenciones in situ, con la ventaja añadida de que al invitar artistas muy diversos a operar en un mismo espacio, ha generado una microhistoria del repertorio contemporáneo. Pero, por otra parte, la transformación de la Torre en espacio de exhibición plantea una crítica implícita con respecto a dos prácticas de cultura anacrónica. Sabido es que, contra todo lo que sabemos de la escultura tras el minimalismo, en México se sigue practicando la escultura monumental urbana, ya del tipo de la estatua de bronce o, peor aún, el adefesio metálico pintado abstracto al estilo de las inexplicables glorias locales: Sebastián o Hersua. Invadir una escultura urbana para activar las prácticas escultóricas actuales descalifica en los actos la perpetuación de la idea de la escultura-monumento que priva aún en ciudades como ésta. Pero también la Torre plantea preguntas acerca del habitáculo arquitectónico de lo que concebimos como centro de arte. En lugar de perpetuar la tentación de una arquitectura de museos, la Torre ilustra el carácter parasitario, subsidiario y dialógico que hoy por hoy cualquier práctica que pretenda el título de “arte escultórico” tiene con el sitio de exhibición.
Ciertamente, la Torre de los vientos no fue meramente un intento de rebasar el límite del espacio tradicional de exhibición: al contrario, asumió las peculiaridades y limitaciones de un espacio escultórico ya dado para postular prácticas a mitad de camino de la desconstrucción arquitectónica y el proyecto específico. En lugar de criticar la práctica curatorial, se ofrece como un desafío al espíritu de queja que frecuentemente aprisiona al curador profesional local: un punto de referencia a lo que podemos entender como autonomía institucional. Trabajar en tensión con esas limitaciones sirve al mismo tiempo como crítica inmanente y postulación de un modelo. Pues a falta de algo digno de llamarse “tradición curatorial local”, más nos valdría seguir los pasos de estos y otros ejemplos de museografía parasitaria.
México, 27 de abril del 2002
Notas
1. Vicente Razo. Museo Salinas. Disposiciòn Orgánica y Estatutos. 1996.
2. Yoloxóchitl Casas Chousal. “Poner la galería en el excusado. El Museo Salinas para fomentar el escarnio, el embrujo de presidentes, los exorcismos callejeros y el libre tránsito”. Boletín Mexicano de La Crisis, nº 70. 19 de abril de 1999. p. 21.
3. Ibid.