Los desafíos del museo
El caso del Museo del Barro, Paraguay
María Luisa Bellido Gant (ed.)
Aprendiendo de Latinoamérica: el museo como protagonista
Guijón: Trea, 2007. pp. 55-72
LECTURAS
a bordo
Sala de Arte Indígena en el Museo del Barro de Asunción
(Fotografía: Fátima Schulz Vallejos)
LOS DESAFÍOS DEL MUSEO
TICIO ESCOBAR
Este artículo consta de dos partes. En la primera, se expondrán brevemente algunas de las cuestiones que debe enfrentar el museo y las reformulaciones que debe encarar para dar cuenta de los desafíos que, atropelladamente, plantea su propia actualidad. La discusión sobre la institucionalidad del arte se ha consolidado a partir de los desafíos sucesivos que impusieron los tiempos modernos y aceleraron los contratiempos globales. Ante el fenómeno creciente de una cultura-mundo y la expansión de las industrias culturales sobre espacios hasta entonces reservados a la cultura “erudita”, los circuitos a través de los cuales se mueve el arte actual deben reacomodar sus presupuestos teóricos, sus objetivos y sus estrategias. Este esfuerzo plantea dificultades serias al museo, pero, también, le abre posibilidades nuevas.
La segunda parte del artículo se apoya en el tratamiento de un caso concreto: el del Museo del Barro. La selección de esta entidad se debe no sólo a mi mejor conocimiento de un sitio en el cual trabajo, sino al hecho de que la coordinación de este libro consideró que su concepto podría ilustrar bien una cuestión central en el tema que nos ocupa. En efecto, la impugnación de fronteras fijas entre lo popular y lo culto (idea eje de este museo) supone una posición necesariamente pluricultural, abierta a modelos diversos de arte. Y el cumplimiento de esta perspectiva exige programas de proyección sobre los diversos sectores que producen las obras, tanto como requiere diversos mecanismos de difusión y contextualización de éstas orientados nacional, regional e internacionalmente. Por último, en las difíciles situaciones en que se desarrollan los proyectos societales de cultura, este caso también puede servir para proponer modelos alternativos de co-gestión, administración y financiamiento.
LOS OTROS MUSEOS
Antecedentes
Tradicionalmente, el museo es concebido como conservación del patrimonio simbólico colectivo: custodio de aquellas figuras que sostienen los imaginarios nacionales, locales o comunitarios. Pero esta función se ha ido complejizando, enriqueciendo y alterando ante el avance de la modernidad: a la mera conservación de imágenes, obras y documentos se ha agregado la necesidad de investigación, documentación y archivo, así como un mayor compromiso con el desarrollo social y comunitario y una nueva preocupación por la presencia ciudadana.
El vínculo de las instituciones del arte con la esfera pública exige relacionar la figura del museo con la de las políticas culturales. En vez de una institución encapsulada, impermeable a los embates de la historia, comienza a afirmarse la idea de una entidad promotora de cultura y de prácticas democratizadoras. En esta intersección se ubica hoy el museo: no puede sustraerse a los intereses omnipresentes del mercado, pero tampoco puede ignorar la promoción de valores ciudadanos que no pasan por la comercialización de la cultura y exigen operaciones no rentables.
Hoy, esas mismas funciones se han complicado aún más: el museo se vincula no sólo con la idea de espacio público, sino con la de un espacio público en gran parte globalizado. La transnacionalización de la cultura y la regionalización de las políticas públicas (Mercado Común Europeo, TLC, Mercosur, etc.) obligan a repensar el museo mediante modelos que trascienden la memoria nacional y local. Si es responsable de conservar (y de promover el trabajo de) la memoria colectiva, la institución debe adquirir una gran flexibilidad para adaptarse a diversas configuraciones de los imaginarios sociales, gran parte de las cuales se apoyan en identidades móviles y provisionales. Es decir, el concepto de un museo que preserva en bloque la memoria nacional ya no se sostiene, simplemente porque no existe una memoria NACIONAL, ni existe UNA memoria. Por eso, el escenario al que se abre el museo es un lugar cruzado por imágenes distintas y movido por objetivos e intereses diversos; contrapuestos a veces.
Por último, el colapso de la moderna autonomía del arte provoca la crisis del museo como espacio aséptico y separado, cerrado en torno a una noción definitiva de lo artístico. Este trastorno también exige replanteamientos en la función museal contemporánea. La pura forma, lo estético, ya no es aval de lo artístico; la discusión acerca de los límites del arte exige construcciones contingentes, provisionales, ad hoc; demanda conceptos que ya no se argumentan en la belleza o el estilo. Aquí aparece la complicada y controvertida figura del curador o del comisario, responsable de proponer narrativas, guiones o libretos que sostengan la puesta en discurso y en exhibición de objetos cuyas apariencias no bastan para instaurar una propuesta.
La crisis de la autonomía de lo estético también produce la contaminación de los espacios museales, abiertos no sólo a los empujes confusos de la historia, sino a la irrupción de disciplinas, cuestiones y temas diversos que hoy confunden y animan las otrora nítidas jurisdicciones del arte. La emergencia de los contenidos discursivos en los acotados espacios del arte conmociona sus límites tradicionales; los vuelve oscilantes siempre, siempre dependientes de posiciones, intereses y proyectos. Como cualquier cambio de paradigma, éste plantea problemas y confusiones, pero también abre alternativas: el cuestionamiento de un modelo arquetípico y ejemplar de museo y la aparición de diversos proyectos museales a ser configurados de modos distintos, según sus particularidades y objetivos. Así, surgen en este ámbito nuevos patrones adecuados a los requerimientos de tiempos y regiones diversas, a políticas culturales definidas, a programas históricos o didácticos determinados. Y, a partir de ellos, se desarrollan propuestas específicas de exhibición, distintos relatos curatoriales capaces de imaginar itinerarios particulares –provisionales– de lectura de lo artístico.
Estas circunstancias diversas exigen definir el concepto, o los conceptos, que sostiene(n) tal o cual institución: abandonada la pretensión de un museo soberano y total, se requiere explicitar las condiciones y supuestos bajo los cuales cada entidad museal específica acota un espacio de trabajo. Un lugar cuyos límites serán siempre borrosos y vacilantes y no terminarán de desmarcar definitivamente lo que es y no arte.
Alternativas
La expansión de las industrias culturales sobre los ámbitos eruditos socava los fundamentos tradicionales del museo y empuja a éste a convertirse en escenario de representación de las nuevas elites post-industriales y lugar de entretenimiento de públicos masivos. El esteticismo global nivela blandamente la sensibilidad contemporánea; presenta el drama en frecuencia de noticia o evento, la diferencia en tono de toque exótico y el enigma, como un misterio excitante. En estas circunstancias, el arte parece obligado a abandonar el aura grave generada por la distancia para adoptar los brillos glamorosos de vitrinas y pantallas; y los museos, a convertirse en “monumentos a los juegos de simulación de masas” (Baudrillard), meras plataformas para las industrias del espectáculo. Sobre el fondo de este riesgo, el museo se encuentra forzado a asumir su proyección multitudinaria sin sacrificar la idea ilustrada de un arte provisto de densidad poética, filo crítico y carga conceptual. Conciliar los términos de esa oposición resulta imposible: siempre quedará pendiente la cuestión de si las convocatorias masivas corresponden a maniobras populistas y estrategias de marketing o a genuinas políticas de democratización cultural.
La desconfianza de lo estético en el arte contemporáneo corresponde a una reacción suya ante la metástasis de la belleza en clave light y ante la dictadura de la forma autónoma. El arte pierde su soberanía y sus espacios amurallados e impugna un concepto de sí basado en puros argumentos estéticos. También pierde (en verdad, ya la perdió hace mucho tiempo) su pretensión de registrar identidades territoriales: de expresar maneras de ser desmarcadas por asentamientos locales, fronteras nacionales o situaciones regionales. Tanto como lo supone el esteticismo global, ambas pérdidas implican un mentís al programa del museo tradicional: a su intento de instaurar un espacio autosuficiente donde la bella forma selle y certifique el estatuto artístico de las obras allí expuestas y donde éstas traduzcan la esencia de una cultura definida en términos territoriales. Quebrantados esos objetivos, el museo tiene que ser replanteado: debe asumir que ya no puede abrir una escena sustraída a las inclemencias de la historia, ni constituirse en garante de un patrimonio simbólico, ni oficiar de árbitro que refrenda lo el estatuto de lo artístico.
Estos menoscabos significan un impacto traumático para la institución museo. Pero también le abren posibilidades de asumir configuraciones nuevas: en este paisaje repentinamente alterado, el museo queda exento de cargas apriorísticas y contenidos esenciales: la rancia casa de las musas deviene zona de proyecto, constructo, entidad en proceso, objeto de prácticas diversas, de alcances pragmáticos azarosos. La desconstrucción del término museo no significa su descarte, sino su puesta en contingencia; su puesta en intemperie quizá. Ese emplazamiento precario e inestable presenta sus ventajas: permite el margen de maniobra y la agilidad que requiere hoy cualquier intento de inscribir un objeto y presentarlo como artístico. Y abre la posibilidad de imaginar otros modelos museales, alternativos al basado en el paradigma clásico occidental; diferentes al Museo que, desde el poder central, funda los mitos de la Nación; ese Museo cuyos artificios disciplinan, uniforman y traducen los imaginarios dispersos en un territorio y cuyos cánones formatean e idealizan las memorias disparejas, los deseos desiguales.
Así, el museo sufre hoy las desventajas que acarrean los extravíos del fundamento: la incertidumbre de un proyecto incierto que no puede invocar misiones redentoras ni alegar destinos forzosos. En compensación, dispone de una ventaja: la libertad de las empresas no clausuradas. Es en este punto donde se abren ocasiones de diseñar modelos diversos de museo, entidades maleables, capaces de traducir la pluralidad de situaciones que plantean las particularidades culturales; pero, también, capaces de asumir las asimetrías y fracturas que persisten, y aun crecen, entre regiones de un mundo imaginado como un gran todo nivelado en cifra de mercancía.
Los giros de la identidad
Aparte de la industrialización y la estetización masiva de lo cultural, así como de la pérdida de la autonomía de lo estético que es su consecuencia, aparece hoy otro cambio que afecta profundamente el sistema moderno del museo: lo que se ha venido en llamar el giro identitario. Las industrias culturales –que suponen las de la información, la comunicación, la publicidad y el espectáculo– se han convertido en nuevas matrices de identificación y creación de subjetividades que tienden a desplazar las tradicionales (como la nación, el pueblo y el territorio). Pero este giro obedece, también, a procesos diferentes a los impulsados por la transnacionalización cultural: el descentramiento del privilegiado sujeto cartesiano, producido a lo largo de la alta modernidad,(1) ha preparado el terreno para comprender el régimen de las identidades a partir de identificaciones y posiciones variables. El concepto de identidad deja de cimentarse en sustancias fijas para apoyarse –ligera, brevemente a veces– en puestos provisorios y en proyectos circunstanciales: ya no designa una esencia, sino circunstancias contingentes, construcciones históricas. La ruptura de un centro unificador esencial ha provocado la emergencia de diversos “nosotros” que pueden superponerse o entrar en conflicto entre sí (la región, la ciudad, el barrio, la religión, la familia, el género, la etnia, la opción sexual, la ideología, etc.).
En resumen: la idea de una identidad plena, clausurada en torno a un centro estable, se ha vuelto insostenible. Por un lado, esta restricción plantea problemas al paradigma museal sostenido en la imagen de un sujeto nacional homogéneo e identidades fijas; imagen definida en términos de Tierra y Patria, amparada en el mito de patrimonios simbólicos intactos. Pero, por otro, ayuda a pensar el museo como proyecto configurable de modos distintos, acomodable a coyunturas y objetivos particulares. El museo puede ser concebido, así, en la intersección de intereses cruzados, variables. Y, una vez más, aquellos problemas y estas posibilidades exigen reformulaciones en el guión del museo contemporáneo. La figura contemporánea del curador o comisario –o, por lo menos, una arista marcada de tal figura– podría ser inscripta en esta situación cargada de vicisitudes, demandante de innovaciones y renuevos.
Los dos curadores
El concepto de curatoría emerge, o se reafirma, en una escena condicionada por los diversos reposicionamientos conceptuales que demanda la pérdida de autonomía del arte: la crisis del formalismo y, consecuentemente, el retorno de los contenidos (la emergencia de conceptos, narrativas, motivos y ejes temáticos), el “giro pragmático” (la práctica curatorial como intervención o acción política movilizadora de sentido), lo transdisciplinal (el cruce transversal de conceptos que atraviesan al sesgo niveles disciplinales distintos) y la obsesión por lo real (que otorga un cierto peso ontológico a las preocupaciones del arte actual).
Esta escena complicada exige, ya se ha dicho, nuevos formatos museales o, por lo menos, serias transformaciones del museo tradicional. La curatoría crece justamente ante esta necesidad; se vuelve un agente útil –un mal indispensable, para muchos– para trabajar discursos que descentren el museo, lo vinculen con las comunidades y lo provean del contingente conceptual que requieren hoy todas las instituciones del arte para compensar la pérdida de la autonomía de lo estético. Ante la retirada de las pretensiones holísticas del museo (la figura de institución omnicomprensiva) avanzan guiones parciales, cuya producción requiere ensayos, narrativas o temas acotados. Una exhibición museal ya no aspira a presentar el conjunto de la obra de un artista, una tendencia o una cultura local, nacional o regional, sino el desarrollo de una cuestión referida a cualquiera de ellas; el planteamiento de un problema que puede cruzar tiempos, estilos, territorios y disciplinas (y puede salir de lo considerado artístico, en sentido estricto). Estas estrategias curatoriales responden siempre a miradas sesgadas: no consideran en bloque un proceso, sino que recortan un segmento de su discurrir para argumentar en pro de una idea o un tema. Y este enfoque fragmentario no sólo afecta una muestra determinada, sino el propio libreto (museológico o, aun, museográfico) de instituciones que, renuentes a hacerse cargo de una totalidad, se detienen en aspectos suyos remarcando líneas de lectura y promoviendo interpretaciones paralelas.
La vocación de incompletud de ciertos museos, curatorialmente demarcados, debe ser confrontada con algunas circunstancias propias de la institucionalidad cultural latinoamericana. Sobre el fondo indigente de lo cultural periférico, la ausencia de políticas públicas y de apoyo empresarial obliga a determinados proyectos museales a hacer acopio de ingenio y maña para imaginar modelos sustentables, más apoyados en la comunidad que en los esquivos presupuestos oficiales o las migajas de las ignorantes burguesías locales. Si bien es cierto que las penurias malogran muchos proyectos, la inventiva desesperada que promueven ellas deviene a veces patrimonio conceptual, reserva política o recurso táctico de apuestas que terminan constituyendo modelos alternativos de museo. Valgan como ejemplos el caso del Museo del Barro, en el cual me detendré más tarde, y la propuesta del Micromuseo, dirigido en el Perú por Gustavo Buntinx.
Tras el lema Al fondo hay sitio(2), el proyecto funciona desde hace más de veinte años “construyendo una colección y una presencia curatorial distinta desde las estrategias de la precariedad y la itinerancia asumidas como un capital simbólico a ser materialmente potenciado”. Antes que reprimirla, el Micromuseo busca volver productiva la diferencia, y más que acumular objetos, los hace circular ocupando espacios sobrantes; “y, aunque atento a desarrollos transnacionales, no abriga vocación universal: aspira a ser específico, con la esperanza de llegar así a ser una institución pertinente y viva”(3). Iniciado hacia 1984, tras el propósito de rescatar obras amenazadas por la desidia estatal y el desinterés del mercado, el Micromuseo fue creciendo en sus acervos y adquiriendo presencia pública mediante la aplicación de estrategias creativas y flexibles. Su apoyo a diversas demandas ciudadanas, así como su política de curatorías nómades y alianzas con “instituciones cómplices”, le ha permitido multiplicar su acción en muy diversos espacios. El propio desarrollo que ha adquirido obliga hoy al Micromuseo a buscar una sede desde donde movilizar sus colecciones que circulan y se distribuyen en función de proyectos curatoriales varios.
La desigualdad entre los museos instalados en el centro (para simplificar, el Norte, la Metrópolis, el Primer Mundo), y los que operan en las periferias (el resto), marca la diferencia entre curadores de uno y otro lado del planeta. El poder de los presupuestos museales no sólo define el valor de los acervos, la opulencia de la arquitectura (efecto Guggenheim), la magnitud de las muestras y el brillo de las instituciones; también decide los alcances de la conservación patrimonial y las políticas de difusión, comunicación y extensión formativa. Estos privilegios tienen sus costes: las curatorías de los megamuseos, dependientes de audiencias masivas y compromisos políticos y económicos considerables, se encuentran más expuestas a los riesgos de la industrialización museal: aunque se cuiden muy bien de conservar los buenos modelos exhibitivos (contemporaneidad, buena factura, prestigio de los artistas, museografía actualizada) y aunque intenten conciliar el enigma del aura con las concesiones que suponen el éxito del público y el impacto mediático, las exposiciones espectaculares no pueden regatear la cuota de trivialidad y show que requiere el mercado. Durante los últimos años, trabajosamente, el proceso de disneyficación de los grandes museos ha sido mantenido a raya mediante calculadas operaciones orientadas a restablecer el canon de lo políticamente correcto en la materia y encargadas de vigilar que no se sobrepasen los límites consensuados por el sistema del arte. Pero ninguna muestra masiva puede dejar de adular a las audiencias y renunciar impunemente a las estéticas de la conciliación o los efectos especiales de las post-vanguardias.
El crítico chileno Justo Pastor Mellado distingue entre lo que él llama “curadores de servicio” y “curadores de infraestructura”. Aquéllos se encuentran encargados del diseño de los museos-espectáculo; éstos, buscan activar mecanismos de inscripción histórica y trazo político a través de propuestas movilizadoras de sentido colectivo. Por lo general, los primeros trabajan con museos centrales y los otros, con periféricos; pero esta relación indica apenas una tendencia y no debe ser tomada en los términos de una alternativa fatal o una disyunción maniquea. Ahora bien, resulta evidente que ciertos museos independientes o alternativos (muchos de ellos ubicados en territorios centrales) presentan mayores posibilidades de maniobra y autonomía curatorial. Y mucho mayor campo de acción: en general, sus curadores deben no sólo imaginar guiones museológicos o estrategias museográficas de bajo presupuesto, sino aportar a la construcción de institucionalidad local, apoyar proyectos comunitarios y realizar tareas que exceden sus oficios de diseño y argumentación conceptual (trabajos de producción, montaje, difusión, consecución de sponsors, etc.). Además, aunque no fueren oficiales (estatales, departamentales, municipales, etc.), los museos son responsables de políticas culturales: sus programas de exhibición, educación, información, investigación y archivo buscan producir efectos en la esfera pública. Y en este contexto, los curadores involucrados en programas museales de pequeño formato –con buenas alternativas de inserción en el cuerpo social– asumen funciones de gestión y promoción cultural de manera mucho más directa de lo que harían los curadores de megamuseos, inscriptos ellos en complejas redes institucionales cuyas sucesivas instancias de mediación los alejan de la práctica pública.
UN CASO: EL MUSEO DEL BARRO
Antecedentes (una crónica enrevesada)
El caso del Museo del Barro, Centro de Artes Visuales del Paraguay, se presta bien a ilustrar la diversidad de modalidades que asumen ciertos museos particulares, especialmente en América Latina, donde los apoyos estatales –necesarios a causa de las penurias económicas que sufre la región– se encuentran siempre en falta y donde, consecuentemente, la precariedad institucional exige a los proyectos museales redoblar esfuerzos y apelar a fórmulas inéditas de trabajo.
En 1972, Carlos Colombino y Olga Blinder, fundan la Colección Circulante, iniciativa privada que busca promover el arte durante los tiempos adversos de la oscurantista dictadura del General Alfredo Stroessner (1954-1989). Lo hacen itinerando a través de distintos puntos del Paraguay sus colecciones de arte gráfico moderno, que constituyen un patrimonio pregonero y ambulante, carente de sede fija. En 1979, el acervo de la Colección Circulante se bifurca en dos programas, impulsados por una vocación complementaria: el Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo, dirigido por Carlos Colombino, y el Museo del Barro, fundado por este artista, Osvaldo Salerno e Ysanne Gayet. Ambos programas buscan colectar, exponer y difundir diversas formas de arte moderno y popular, respectivamente.(4)
En 1987 se inaugura en suelo propio el museo definitivo, que unifica sus diversos programas bajo el nombre de Museo del Barro / Centro de Artes Visuales del Paraguay, cuyos acervos fueron formados por donaciones de sus fundadores. (Los recursos para la terminación del edificio provinieron de los peculios de los fundadores, básicamente de Colombino, y aportes de empresas, colaboradores personales y agencias internacionales). El establecimiento del museo permitió que se fuesen complejizando sus fondos patrimoniales con colecciones de arte precolombino, pinturas y objetos e instalaciones (particularmente producidos en el Paraguay, aunque también en el resto de Iberoamérica). También fueron incrementando y diversificándose las colecciones de arte mestizo rural que, compuestas inicialmente por piezas de cerámica (que habían dado origen al nombre Museo del Barro), pasaron a reunir obras muy diversas: tejidos, tallas en madera, cestería y objetos de oro y plata. En 1989 se produce una nueva incorporación, que no sólo incrementa los acervos patrimoniales del museo, sino que incide en su definición conceptual: se anexa la colección de arte indígena formada y donada por Ticio Escobar, cuyas dependencias, conectadas con las de las otras colecciones, fueron habilitadas en 1995.
Una vez derrocada en 1989 la dictadura de Stroessner, que había constituido un gran obstáculo para el desarrollo del proyecto, parecía abrirse para éste una época de bonanza y prosperidad. Pero poco tiempo después, en 1992, mientras se estaban construyendo las dependencias que albergarían la colección de arte indígena, un violento tornado destruyó parte importante de la edificación del museo, cuyos techos fueron arrancados por la tempestad y aplastados contra las paredes de aquellas dependencias. La situación, en sí desalentadora, condujo a salidas imprevistas. Casi en ruinas, el museo lograba una súbita visibilidad pública y, desde ella, despertaba la solidaridad de sectores amplios. Comisiones de vecinos, grupos de artistas, movimientos ciudadanos y partidos políticos, así como la Municipalidad de Asunción, dependencias estatales y embajadas y agencias extranjeras comenzaron a apoyar un programa de emergencia y restauración. La empresa, que había comenzado con la recuperación y resguardo de las piezas anegadas o sepultadas entre escombro y barro (ninguna de ellas fue robada en medio de la confusión), terminó en 1995 con la inauguración de nuevas instalaciones cuya cuantía y dimensiones triplicaron las del edificio original, que permaneciera cerrado durante más de dos años.
El percance no sólo se había constituido en insólito principio de crecimiento, sino en productivo factor de compromiso ciudadano e impulso de nuevas actividades. La reestructuración del museo permitió, por una parte, que sus diferentes salas fueran interconectadas para facilitar el recorrido continuo de las diversas colecciones de acuerdo al guión curatorial del mismo (que considera en un mismo nivel de valor el arte popular y el erudito). Por otra, facilitó estrategias de articulación de diversos programas relacionados con el ámbito amplio que hoy transita el arte contemporáneo, algunos de los cuales se venían realizando ya desde tiempo atrás.(5) Todos estos proyectos operan sobre la base siempre de la gestión particular pero con sistemas de apoyos y convenios híbridos, que incluyen la participación de colaboradores individuales, empresas, entidades estatales, embajadas y agencias internacionales.
En el año 2004, las colecciones de arte latinoamericano (colonial, moderno y contemporáneo, popular y erudito) que forman parte de la Fundación Migliorisi se instalan en un edificio anexo al del Museo, de modo que, internamente, los circuitos entre ambas entidades funcionan de manera ininterrumpida. Este enlace incrementa y potencia notoriamente las instalaciones y acervos de ambas instituciones. Las colecciones y el edificio de la citada Fundación han sido donados por el artista Ricardo Migliorisi.
Actualmente, los objetivos del Museo del Barro movilizan –aparte de los relativos a la custodia, exhibición y difusión de sus colecciones – los siguientes quehaceres:
- El archivo, la investigación y publicación editorial referentes a diversos aspectos de arte en el Paraguay y América Latina (tareas llevadas a cabo por el Departamento de Documentación e Investigaciones).
- El trabajo de promoción artesanal que, realizado en forma sostenida desde 1980, implica el estímulo de la producción y la circulación de las obras de creadores campesinos e indígenas, así como la valorización y acompañamiento de sus trabajos (almacén de venta de obras de artesanos artistas y programas de asistencia técnica, intermediación y asesoría).
- El apoyo del derecho a la diversidad y la autogestión de los pueblos indígenas (asistencia en proyectos culturales, apoyo a campañas de promoción y defensa de los derechos culturales).
- El fomento de la creación de artistas jóvenes (talleres de arte y premios estímulo).
- La realización de diversas actividades de formación, discusión y debate (un seminario que lleva seis años de duración, conferencias y coloquios internacionales y un programa de visitas de estudiantes).
Los conceptos del Museo del Barro
El Museo del Barro busca trabajar en pie de igualdad obras de arte popular (indígena y mestizo) y erudito.(6) Este planteamiento exige no sólo activar dispositivos de interacción entre tales obras, sino subrayar el estatuto artístico de todas ellas; es decir, se opone a la política que reserva el museo de arte a las producciones eruditas mientras relega las populares a los museos de arqueología, etnografía o historia, cuando no de ciencias naturales. Para trabajar en esta dirección, la curatoría museal debe manejar un concepto de lo artístico que, sin perder la especificidad de lo formal y lo expresivo, discuta el elitismo etnocentrista de la modernidad. Se propone, de este modo, un modelo inclusivo de arte, desarrollado paralelamente al programa moderno, aunque estrechamente vinculado con él. Argumentar en pro de la paridad entre sistemas diferentes de arte requiere una conceptualización de lo artístico popular.
El arte popular, como cualquier otra forma de arte, recurre al poder de la apariencia sensible, la belleza, para movilizar el sentido colectivo, trabajar en conjunto la memoria, intensificar la experiencia de la realidad y anticipar porvenires. Pero, cuando se trata de otorgar el título de arte a estas operaciones (plenamente artísticas, por cierto), la Estética interpone enseguida una objeción: en ellas, la forma no puede ser seccionada limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos diferenciados por el pensamiento moderno, como el del arte, la religión, la política, el derecho o la ciencia.
Esta confusión infringe el principio de la autonomía del arte, figura central de la modernidad, erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte. La autonomía formal se funda en dos premisas claras: la separación entre forma y función y el predominio de la primera sobre la segunda. Apoyada en Kant, la Estética dictamina que sólo son artísticos los fenómenos en los cuales la bella forma desplaza todo empleo que contamine su pureza con el interés de una utilidad cualquiera (los oficios del rito, las aplicaciones domésticas, los destinos políticos o económicos, etc.). La autonomía formal encabeza la lista de otros requisitos demandados por el sistema moderno del arte para aceptar la artisticidad de una obra: la genialidad individual, la innovación, la originalidad y la unicidad: la obra debe ser creada ex-nihilo, a partir de una inspiración privilegiada, y debe provenir de un acto exclusivo y personal, irrepetible. Y, también, ha de significar una ruptura de la tradición en la cual se inscribe.
Resulta claro que las características recién mencionadas sólo corresponden a notas propias de la modernidad; un momento específico de la historia del arte desarrollado, en sentido muy amplio, entre los siglos XVI y XX. Por lo tanto, tales notas no resultan aplicables a muchos modelos del arte, como el popular, cuyas formas no son autónomas (aunque la belleza remarque funciones extra-artísticas), ni son fruto de una creación individual (aunque cada artista reinterprete a su modo los códigos colectivos), ni se producen a través de innovaciones transgresoras (a pesar de que su desarrollo suponga una constante movilización del imaginario social), ni se manifiestan en obras irrepetibles (aun cuando cada forma específica conquiste su propia capacidad expresiva). Es obvio que esta desobediencia de las notas del arte moderno no es exclusiva de las culturas populares: toda la historia del arte anterior a la modernidad carece de algunos de los requisitos que ésta erige como canon universal.(7)
Convertir el modelo del arte moderno occidental en paradigma universal del arte produce una paradoja en la teoría estética, que sostiene que toda cultura humana es capaz de alcanzar su cúspide en la creación artística. En este sentido, el arte se define no desde la autonomía de sus formas, sino como producto de una tensión entre la forma (la apariencia sensible, la belleza) y el contenido (los significados sociales, las verdades en juego, los indicios oscuros de lo real). De atenernos a esta definición, el arte es patrimonio de todas las colectividades (incluidas, obviamente, las populares) capaces de crear imágenes intensas mediante las cuales interpretan su memoria, su proyecto y su deseo. Desconocer este principio supone instalar una discriminación autoritaria entre los dominios superiores del gran arte (autónomo, soberano) y el prosaico mundo de las artes menores, poblado por artesanías, hechos de folclore o productos de “cultura material”.
El uso del término “arte popular” no sólo permite ensanchar el panorama de las artes contemporáneas, acosado por una visión demasiado estrecha de lo artístico, sino alegar en pro de la diferencia cultural: reconocer modelos de arte alternativos a los del occidental y refutar el prejuicio etnocéntrico de que existen formas culturales superiores e inferiores, merecedoras o indignas de ser consideradas expresiones excepcionales. Esta argumentación se basa en dos alegatos.
El primero invoca el concepto tradicional de arte basado no en la autonomía absoluta de la forma, sino en la tensión entre ésta y los contenidos sociales o existenciales (verdades, usos, valores poéticos, oscuros significados). Hombres y mujeres de diversas comunidades rurales y pueblos indígenas apelan a la belleza no como un valor en sí, sino como un refuerzo de diversas funciones ajenas al círculo estricto regido por la forma. En esta operación, el goce estético constituye una experiencia intensa, pero no autosuficiente: marca una inflexión en el curso de un proceso más amplio dirigido a activar complejos significados sociales, a rastrear los indicios de certezas inalcanzables(8).
Pero la falta de autonomía estética no significa ausencia de lo estético. Enredada en la textura del cuerpo social, la fuerza de la belleza impulsa el cumplimiento de funciones económicas, políticas, sociales y religiosas. Los colores más intensos, los diseños más exactos y las más sugerentes tramas e inquietantes combinaciones operan más allá de la lógica de la armonía y la sensibilidad: recalcan aspectos fundamentales del quehacer social despertando las energías furtivas de las cosas, realzando sus apariencias: volviéndolas excepcionales.
El segundo alegato en pro del término “arte popular”, apela a razones políticas. Ya fue sostenido que el reconocimiento de un arte diferente ayuda a discutir el pensamiento etnocéntrico según el cual sólo las formas dominantes pueden alcanzar ciertas privilegiadas cimas del espíritu. Pero este reconocimiento también apoya la reivindicación de la diversidad: los derechos culturales. La autodeterminación de las culturas alternativas requiere la tolerancia de sus particulares sistemas de sensibilidad, imaginación y creatividad (sistemas artísticos), desde los cuales ellas refuerzan la autoestima comunitaria, cohesionan sus instituciones y renuevan la legitimidad del pacto social.
Indígenas y campesinos visitan a menudo el museo (y colaboran a veces en los montajes, especialmente de los atuendos rituales), pero ellos tienen conciencia de que la exposición de sus propios objetos corresponde a un programa diferente al suyo; las coincidencias se dan más por los motivos políticos recién expuestos que por razones estéticas. Ellos pueden ver con satisfacción sus propias obras exhibidas en otro medio, pero no se identifican con esa operación que es esencialmente extraña a sus sistemas culturales. La mirada que despiertan las piezas dispuestas en vitrinas no es la misma que la suscitada en sus situaciones originales. El museo es, por definición, un dispositivo paradójico, orientado a descontextualizar y recontextualizar los objetos sin olvidar la referencia a los contextos originales. Pero el hecho mismo de que no sean las formas lo que determina el destino de las obras de arte popular (sino la relación de éstas con sus funciones variadas) permite que las articulaciones de este arte estén preparadas para ser desmontadas y rearmadas de acuerdo al requerimiento de usos variables. Por eso, cuando el museo convoca obra popular para subrayar (arbitrariamente) su lado artístico e inscribirla en un proyecto político, los objetos no desfallecen, no sufren un desarraigo radical: se reubican en esos nuevos marcos y muestran otras significaciones, que en sus contextos originales se encontraban latentes. Paradójicamente, así, la falta de autonomía formal termina asegurando un cierto margen de autonomía de presencia a una obra abierta a empleos y sentidos plurales. Expuesta al juego de miradas distintas que la interpelan de muchas maneras, ella podrá, a su vez, suscitar distintas cuestiones en quienes la observan desde otros lugares.(9)
Esta posibilidad resulta especialmente ventajosa en relación a los pueblos indígenas: defender otras formas de arte puede promover miradas nuevas sobre hombres y mujeres que, cuando no son despreciados, sólo son considerados –desde la compasión o la solidaridad– como sujetos de explotación y miseria. Reconocer en ellos a artistas, poetas y sabios obliga a estimarlos como figuras notables, sujetos complejos y refinados, capaces no sólo de profundizar su propia comprensión del mundo, sino de alentar con los argumentos de la diferencia el deprimido panorama del arte universal.
Notas
1. Según Hall, son cinco los grandes descentramientos del sujeto ocurridos durante la segunda mitad del siglo XX: los producidos por el marxismo, el sicoanálisis, Saussure, Foucault y el feminismo. Stuart Hall, Identidade Cultural, Coleçâo Memo, Fundaçâo Memorial da América Latina, Sâo Paulo, 1997.
2. Esta frase es usada en el Perú por los conductores de ómnibus para invitar a los pasajeros a subir a sus vehículos aunque éstos se encuentren sobrecargados.
3. Gustavo Buntinx, “Comunidades de sentido / Comunidades de sentimiento. Globalización y vacío museal”, ponencia sin editar presentada en la reunión preparatoria del coloquio Museos y esferas públicas globales, convocado por la Fundación Rockefeller, Buenos Aires, junio 2001. (El coloquio tuvo lugar en Bellagio, Italia, el año siguiente).
4. El Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo comenzó a construir un local en Asunción en un terreno adquirido con fondos propios de Carlos Colombino, mientras que el Museo del Barro se instaló en San Lorenzo, una ciudad cercana a Asunción, adonde se mudó en 1983.
5. Así, en 1987, en el contexto de la formación del Museo de Arte Indígena, se había organizado la Comisión de Solidaridad con los Pueblos Indígenas, dirigida a apoyar los derechos culturales de diversas etnias. Recién caída la dictadura, en 1989, el museo impulsó la constitución de un colectivo de artistas e intelectuales que, agrupados bajo la denominación de Trabajadores de la Cultura, desarrolló en su sede una serie de discusiones acerca del nuevo papel de lo cultural durante los inicios de la transición a la democracia.
6. A pesar de las connotaciones elitistas que pudieran designar esas expresiones, para nombrar la producción de artistas provenientes de la tradición ilustrada (académica o vanguardista) se prefiere emplear los términos erudito o culto antes que contemporáneo, pues se asume que las obras de artistas populares también son contemporáneas, aunque respondan a su propio tiempo de manera diferente. En sentido amplio, el término arte popular incluye el indígena, en cuanto se refiere al conjunto de formas alternativas que suponen una dirección no hegemónica, aunque no necesariamente contrahegemónica. Así, el arte popular comprende tanto el mestizo (generalmente rural) como el indígena, correspondiente a pueblos de origen prehispánico que mantienen una tradición cultural específica sobre la base de formas religiosas, lingüísticas y socioeconómicas particulares.
7. Para legitimar la tradición hegemónica ilustrada, la historia oficial no tiene problemas en reconocer la artisticidad de culturas que carecen de las notas del arte moderno, pero no constituyen culturas populares en sentido estricto (arte chino, babilónico, griego, egipcio, gótico).
8. En este punto, el arte popular coincide con el arte contemporáneo, que recusa la autonomía formal moderna para saludar el retorno de los contenidos y propulsar una apertura a lo extra-artístico. La relación forma / función constituye una fuerza inconciliable, un “indecidible” que dinamiza el quehacer del arte actual y borronea sus contornos tajantes.
9. Las instituciones del arte tienen hoy la posibilidad de crear marcos, párerga (Derrida), no cerrados: los lugares de exposición no delimitan los límites de la escena, de modo que los objetos puedan cruzarlos y dejar en suspenso su propio carácter de “artísticos”, desconociendo ideas a priori de lo que es o no arte. Así como los arbitrarios marcos museales no son definitivos, tampoco lo son las originales condiciones de producción de una obra que trasciende en parte sus propios sentidos y deviene principio de lecturas plurales.
Este artículo consta de dos partes. En la primera, se expondrán brevemente algunas de las cuestiones que debe enfrentar el museo y las reformulaciones que debe encarar para dar cuenta de los desafíos que, atropelladamente, plantea su propia actualidad. La discusión sobre la institucionalidad del arte se ha consolidado a partir de los desafíos sucesivos que impusieron los tiempos modernos y aceleraron los contratiempos globales. Ante el fenómeno creciente de una cultura-mundo y la expansión de las industrias culturales sobre espacios hasta entonces reservados a la cultura “erudita”, los circuitos a través de los cuales se mueve el arte actual deben reacomodar sus presupuestos teóricos, sus objetivos y sus estrategias. Este esfuerzo plantea dificultades serias al museo, pero, también, le abre posibilidades nuevas.
La segunda parte del artículo se apoya en el tratamiento de un caso concreto: el del Museo del Barro. La selección de esta entidad se debe no sólo a mi mejor conocimiento de un sitio en el cual trabajo, sino al hecho de que la coordinación de este libro consideró que su concepto podría ilustrar bien una cuestión central en el tema que nos ocupa. En efecto, la impugnación de fronteras fijas entre lo popular y lo culto (idea eje de este museo) supone una posición necesariamente pluricultural, abierta a modelos diversos de arte. Y el cumplimiento de esta perspectiva exige programas de proyección sobre los diversos sectores que producen las obras, tanto como requiere diversos mecanismos de difusión y contextualización de éstas orientados nacional, regional e internacionalmente. Por último, en las difíciles situaciones en que se desarrollan los proyectos societales de cultura, este caso también puede servir para proponer modelos alternativos de co-gestión, administración y financiamiento.
Antecedentes
Tradicionalmente, el museo es concebido como conservación del patrimonio simbólico colectivo: custodio de aquellas figuras que sostienen los imaginarios nacionales, locales o comunitarios. Pero esta función se ha ido complejizando, enriqueciendo y alterando ante el avance de la modernidad: a la mera conservación de imágenes, obras y documentos se ha agregado la necesidad de investigación, documentación y archivo, así como un mayor compromiso con el desarrollo social y comunitario y una nueva preocupación por la presencia ciudadana.
El vínculo de las instituciones del arte con la esfera pública exige relacionar la figura del museo con la de las políticas culturales. En vez de una institución encapsulada, impermeable a los embates de la historia, comienza a afirmarse la idea de una entidad promotora de cultura y de prácticas democratizadoras. En esta intersección se ubica hoy el museo: no puede sustraerse a los intereses omnipresentes del mercado, pero tampoco puede ignorar la promoción de valores ciudadanos que no pasan por la comercialización de la cultura y exigen operaciones no rentables.
Hoy, esas mismas funciones se han complicado aún más: el museo se vincula no sólo con la idea de espacio público, sino con la de un espacio público en gran parte globalizado. La transnacionalización de la cultura y la regionalización de las políticas públicas (Mercado Común Europeo, TLC, Mercosur, etc.) obligan a repensar el museo mediante modelos que trascienden la memoria nacional y local. Si es responsable de conservar (y de promover el trabajo de) la memoria colectiva, la institución debe adquirir una gran flexibilidad para adaptarse a diversas configuraciones de los imaginarios sociales, gran parte de las cuales se apoyan en identidades móviles y provisionales. Es decir, el concepto de un museo que preserva en bloque la memoria nacional ya no se sostiene, simplemente porque no existe una memoria NACIONAL, ni existe UNA memoria. Por eso, el escenario al que se abre el museo es un lugar cruzado por imágenes distintas y movido por objetivos e intereses diversos; contrapuestos a veces.
Por último, el colapso de la moderna autonomía del arte provoca la crisis del museo como espacio aséptico y separado, cerrado en torno a una noción definitiva de lo artístico. Este trastorno también exige replanteamientos en la función museal contemporánea. La pura forma, lo estético, ya no es aval de lo artístico; la discusión acerca de los límites del arte exige construcciones contingentes, provisionales, ad hoc; demanda conceptos que ya no se argumentan en la belleza o el estilo. Aquí aparece la complicada y controvertida figura del curador o del comisario, responsable de proponer narrativas, guiones o libretos que sostengan la puesta en discurso y en exhibición de objetos cuyas apariencias no bastan para instaurar una propuesta.
La crisis de la autonomía de lo estético también produce la contaminación de los espacios museales, abiertos no sólo a los empujes confusos de la historia, sino a la irrupción de disciplinas, cuestiones y temas diversos que hoy confunden y animan las otrora nítidas jurisdicciones del arte. La emergencia de los contenidos discursivos en los acotados espacios del arte conmociona sus límites tradicionales; los vuelve oscilantes siempre, siempre dependientes de posiciones, intereses y proyectos. Como cualquier cambio de paradigma, éste plantea problemas y confusiones, pero también abre alternativas: el cuestionamiento de un modelo arquetípico y ejemplar de museo y la aparición de diversos proyectos museales a ser configurados de modos distintos, según sus particularidades y objetivos. Así, surgen en este ámbito nuevos patrones adecuados a los requerimientos de tiempos y regiones diversas, a políticas culturales definidas, a programas históricos o didácticos determinados. Y, a partir de ellos, se desarrollan propuestas específicas de exhibición, distintos relatos curatoriales capaces de imaginar itinerarios particulares –provisionales– de lectura de lo artístico.
Estas circunstancias diversas exigen definir el concepto, o los conceptos, que sostiene(n) tal o cual institución: abandonada la pretensión de un museo soberano y total, se requiere explicitar las condiciones y supuestos bajo los cuales cada entidad museal específica acota un espacio de trabajo. Un lugar cuyos límites serán siempre borrosos y vacilantes y no terminarán de desmarcar definitivamente lo que es y no arte.
Alternativas
La expansión de las industrias culturales sobre los ámbitos eruditos socava los fundamentos tradicionales del museo y empuja a éste a convertirse en escenario de representación de las nuevas elites post-industriales y lugar de entretenimiento de públicos masivos. El esteticismo global nivela blandamente la sensibilidad contemporánea; presenta el drama en frecuencia de noticia o evento, la diferencia en tono de toque exótico y el enigma, como un misterio excitante. En estas circunstancias, el arte parece obligado a abandonar el aura grave generada por la distancia para adoptar los brillos glamorosos de vitrinas y pantallas; y los museos, a convertirse en “monumentos a los juegos de simulación de masas” (Baudrillard), meras plataformas para las industrias del espectáculo. Sobre el fondo de este riesgo, el museo se encuentra forzado a asumir su proyección multitudinaria sin sacrificar la idea ilustrada de un arte provisto de densidad poética, filo crítico y carga conceptual. Conciliar los términos de esa oposición resulta imposible: siempre quedará pendiente la cuestión de si las convocatorias masivas corresponden a maniobras populistas y estrategias de marketing o a genuinas políticas de democratización cultural.
La desconfianza de lo estético en el arte contemporáneo corresponde a una reacción suya ante la metástasis de la belleza en clave light y ante la dictadura de la forma autónoma. El arte pierde su soberanía y sus espacios amurallados e impugna un concepto de sí basado en puros argumentos estéticos. También pierde (en verdad, ya la perdió hace mucho tiempo) su pretensión de registrar identidades territoriales: de expresar maneras de ser desmarcadas por asentamientos locales, fronteras nacionales o situaciones regionales. Tanto como lo supone el esteticismo global, ambas pérdidas implican un mentís al programa del museo tradicional: a su intento de instaurar un espacio autosuficiente donde la bella forma selle y certifique el estatuto artístico de las obras allí expuestas y donde éstas traduzcan la esencia de una cultura definida en términos territoriales. Quebrantados esos objetivos, el museo tiene que ser replanteado: debe asumir que ya no puede abrir una escena sustraída a las inclemencias de la historia, ni constituirse en garante de un patrimonio simbólico, ni oficiar de árbitro que refrenda lo el estatuto de lo artístico.
Estos menoscabos significan un impacto traumático para la institución museo. Pero también le abren posibilidades de asumir configuraciones nuevas: en este paisaje repentinamente alterado, el museo queda exento de cargas apriorísticas y contenidos esenciales: la rancia casa de las musas deviene zona de proyecto, constructo, entidad en proceso, objeto de prácticas diversas, de alcances pragmáticos azarosos. La desconstrucción del término museo no significa su descarte, sino su puesta en contingencia; su puesta en intemperie quizá. Ese emplazamiento precario e inestable presenta sus ventajas: permite el margen de maniobra y la agilidad que requiere hoy cualquier intento de inscribir un objeto y presentarlo como artístico. Y abre la posibilidad de imaginar otros modelos museales, alternativos al basado en el paradigma clásico occidental; diferentes al Museo que, desde el poder central, funda los mitos de la Nación; ese Museo cuyos artificios disciplinan, uniforman y traducen los imaginarios dispersos en un territorio y cuyos cánones formatean e idealizan las memorias disparejas, los deseos desiguales.
Así, el museo sufre hoy las desventajas que acarrean los extravíos del fundamento: la incertidumbre de un proyecto incierto que no puede invocar misiones redentoras ni alegar destinos forzosos. En compensación, dispone de una ventaja: la libertad de las empresas no clausuradas. Es en este punto donde se abren ocasiones de diseñar modelos diversos de museo, entidades maleables, capaces de traducir la pluralidad de situaciones que plantean las particularidades culturales; pero, también, capaces de asumir las asimetrías y fracturas que persisten, y aun crecen, entre regiones de un mundo imaginado como un gran todo nivelado en cifra de mercancía.
Los giros de la identidad
Aparte de la industrialización y la estetización masiva de lo cultural, así como de la pérdida de la autonomía de lo estético que es su consecuencia, aparece hoy otro cambio que afecta profundamente el sistema moderno del museo: lo que se ha venido en llamar el giro identitario. Las industrias culturales –que suponen las de la información, la comunicación, la publicidad y el espectáculo– se han convertido en nuevas matrices de identificación y creación de subjetividades que tienden a desplazar las tradicionales (como la nación, el pueblo y el territorio). Pero este giro obedece, también, a procesos diferentes a los impulsados por la transnacionalización cultural: el descentramiento del privilegiado sujeto cartesiano, producido a lo largo de la alta modernidad,(1) ha preparado el terreno para comprender el régimen de las identidades a partir de identificaciones y posiciones variables. El concepto de identidad deja de cimentarse en sustancias fijas para apoyarse –ligera, brevemente a veces– en puestos provisorios y en proyectos circunstanciales: ya no designa una esencia, sino circunstancias contingentes, construcciones históricas. La ruptura de un centro unificador esencial ha provocado la emergencia de diversos “nosotros” que pueden superponerse o entrar en conflicto entre sí (la región, la ciudad, el barrio, la religión, la familia, el género, la etnia, la opción sexual, la ideología, etc.).
En resumen: la idea de una identidad plena, clausurada en torno a un centro estable, se ha vuelto insostenible. Por un lado, esta restricción plantea problemas al paradigma museal sostenido en la imagen de un sujeto nacional homogéneo e identidades fijas; imagen definida en términos de Tierra y Patria, amparada en el mito de patrimonios simbólicos intactos. Pero, por otro, ayuda a pensar el museo como proyecto configurable de modos distintos, acomodable a coyunturas y objetivos particulares. El museo puede ser concebido, así, en la intersección de intereses cruzados, variables. Y, una vez más, aquellos problemas y estas posibilidades exigen reformulaciones en el guión del museo contemporáneo. La figura contemporánea del curador o comisario –o, por lo menos, una arista marcada de tal figura– podría ser inscripta en esta situación cargada de vicisitudes, demandante de innovaciones y renuevos.
Los dos curadores
El concepto de curatoría emerge, o se reafirma, en una escena condicionada por los diversos reposicionamientos conceptuales que demanda la pérdida de autonomía del arte: la crisis del formalismo y, consecuentemente, el retorno de los contenidos (la emergencia de conceptos, narrativas, motivos y ejes temáticos), el “giro pragmático” (la práctica curatorial como intervención o acción política movilizadora de sentido), lo transdisciplinal (el cruce transversal de conceptos que atraviesan al sesgo niveles disciplinales distintos) y la obsesión por lo real (que otorga un cierto peso ontológico a las preocupaciones del arte actual).
Esta escena complicada exige, ya se ha dicho, nuevos formatos museales o, por lo menos, serias transformaciones del museo tradicional. La curatoría crece justamente ante esta necesidad; se vuelve un agente útil –un mal indispensable, para muchos– para trabajar discursos que descentren el museo, lo vinculen con las comunidades y lo provean del contingente conceptual que requieren hoy todas las instituciones del arte para compensar la pérdida de la autonomía de lo estético. Ante la retirada de las pretensiones holísticas del museo (la figura de institución omnicomprensiva) avanzan guiones parciales, cuya producción requiere ensayos, narrativas o temas acotados. Una exhibición museal ya no aspira a presentar el conjunto de la obra de un artista, una tendencia o una cultura local, nacional o regional, sino el desarrollo de una cuestión referida a cualquiera de ellas; el planteamiento de un problema que puede cruzar tiempos, estilos, territorios y disciplinas (y puede salir de lo considerado artístico, en sentido estricto). Estas estrategias curatoriales responden siempre a miradas sesgadas: no consideran en bloque un proceso, sino que recortan un segmento de su discurrir para argumentar en pro de una idea o un tema. Y este enfoque fragmentario no sólo afecta una muestra determinada, sino el propio libreto (museológico o, aun, museográfico) de instituciones que, renuentes a hacerse cargo de una totalidad, se detienen en aspectos suyos remarcando líneas de lectura y promoviendo interpretaciones paralelas.
La vocación de incompletud de ciertos museos, curatorialmente demarcados, debe ser confrontada con algunas circunstancias propias de la institucionalidad cultural latinoamericana. Sobre el fondo indigente de lo cultural periférico, la ausencia de políticas públicas y de apoyo empresarial obliga a determinados proyectos museales a hacer acopio de ingenio y maña para imaginar modelos sustentables, más apoyados en la comunidad que en los esquivos presupuestos oficiales o las migajas de las ignorantes burguesías locales. Si bien es cierto que las penurias malogran muchos proyectos, la inventiva desesperada que promueven ellas deviene a veces patrimonio conceptual, reserva política o recurso táctico de apuestas que terminan constituyendo modelos alternativos de museo. Valgan como ejemplos el caso del Museo del Barro, en el cual me detendré más tarde, y la propuesta del Micromuseo, dirigido en el Perú por Gustavo Buntinx.
Tras el lema Al fondo hay sitio(2), el proyecto funciona desde hace más de veinte años “construyendo una colección y una presencia curatorial distinta desde las estrategias de la precariedad y la itinerancia asumidas como un capital simbólico a ser materialmente potenciado”. Antes que reprimirla, el Micromuseo busca volver productiva la diferencia, y más que acumular objetos, los hace circular ocupando espacios sobrantes; “y, aunque atento a desarrollos transnacionales, no abriga vocación universal: aspira a ser específico, con la esperanza de llegar así a ser una institución pertinente y viva”(3). Iniciado hacia 1984, tras el propósito de rescatar obras amenazadas por la desidia estatal y el desinterés del mercado, el Micromuseo fue creciendo en sus acervos y adquiriendo presencia pública mediante la aplicación de estrategias creativas y flexibles. Su apoyo a diversas demandas ciudadanas, así como su política de curatorías nómades y alianzas con “instituciones cómplices”, le ha permitido multiplicar su acción en muy diversos espacios. El propio desarrollo que ha adquirido obliga hoy al Micromuseo a buscar una sede desde donde movilizar sus colecciones que circulan y se distribuyen en función de proyectos curatoriales varios.
La desigualdad entre los museos instalados en el centro (para simplificar, el Norte, la Metrópolis, el Primer Mundo), y los que operan en las periferias (el resto), marca la diferencia entre curadores de uno y otro lado del planeta. El poder de los presupuestos museales no sólo define el valor de los acervos, la opulencia de la arquitectura (efecto Guggenheim), la magnitud de las muestras y el brillo de las instituciones; también decide los alcances de la conservación patrimonial y las políticas de difusión, comunicación y extensión formativa. Estos privilegios tienen sus costes: las curatorías de los megamuseos, dependientes de audiencias masivas y compromisos políticos y económicos considerables, se encuentran más expuestas a los riesgos de la industrialización museal: aunque se cuiden muy bien de conservar los buenos modelos exhibitivos (contemporaneidad, buena factura, prestigio de los artistas, museografía actualizada) y aunque intenten conciliar el enigma del aura con las concesiones que suponen el éxito del público y el impacto mediático, las exposiciones espectaculares no pueden regatear la cuota de trivialidad y show que requiere el mercado. Durante los últimos años, trabajosamente, el proceso de disneyficación de los grandes museos ha sido mantenido a raya mediante calculadas operaciones orientadas a restablecer el canon de lo políticamente correcto en la materia y encargadas de vigilar que no se sobrepasen los límites consensuados por el sistema del arte. Pero ninguna muestra masiva puede dejar de adular a las audiencias y renunciar impunemente a las estéticas de la conciliación o los efectos especiales de las post-vanguardias.
El crítico chileno Justo Pastor Mellado distingue entre lo que él llama “curadores de servicio” y “curadores de infraestructura”. Aquéllos se encuentran encargados del diseño de los museos-espectáculo; éstos, buscan activar mecanismos de inscripción histórica y trazo político a través de propuestas movilizadoras de sentido colectivo. Por lo general, los primeros trabajan con museos centrales y los otros, con periféricos; pero esta relación indica apenas una tendencia y no debe ser tomada en los términos de una alternativa fatal o una disyunción maniquea. Ahora bien, resulta evidente que ciertos museos independientes o alternativos (muchos de ellos ubicados en territorios centrales) presentan mayores posibilidades de maniobra y autonomía curatorial. Y mucho mayor campo de acción: en general, sus curadores deben no sólo imaginar guiones museológicos o estrategias museográficas de bajo presupuesto, sino aportar a la construcción de institucionalidad local, apoyar proyectos comunitarios y realizar tareas que exceden sus oficios de diseño y argumentación conceptual (trabajos de producción, montaje, difusión, consecución de sponsors, etc.). Además, aunque no fueren oficiales (estatales, departamentales, municipales, etc.), los museos son responsables de políticas culturales: sus programas de exhibición, educación, información, investigación y archivo buscan producir efectos en la esfera pública. Y en este contexto, los curadores involucrados en programas museales de pequeño formato –con buenas alternativas de inserción en el cuerpo social– asumen funciones de gestión y promoción cultural de manera mucho más directa de lo que harían los curadores de megamuseos, inscriptos ellos en complejas redes institucionales cuyas sucesivas instancias de mediación los alejan de la práctica pública.
Antecedentes (una crónica enrevesada)
El caso del Museo del Barro, Centro de Artes Visuales del Paraguay, se presta bien a ilustrar la diversidad de modalidades que asumen ciertos museos particulares, especialmente en América Latina, donde los apoyos estatales –necesarios a causa de las penurias económicas que sufre la región– se encuentran siempre en falta y donde, consecuentemente, la precariedad institucional exige a los proyectos museales redoblar esfuerzos y apelar a fórmulas inéditas de trabajo.
En 1972, Carlos Colombino y Olga Blinder, fundan la Colección Circulante, iniciativa privada que busca promover el arte durante los tiempos adversos de la oscurantista dictadura del General Alfredo Stroessner (1954-1989). Lo hacen itinerando a través de distintos puntos del Paraguay sus colecciones de arte gráfico moderno, que constituyen un patrimonio pregonero y ambulante, carente de sede fija. En 1979, el acervo de la Colección Circulante se bifurca en dos programas, impulsados por una vocación complementaria: el Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo, dirigido por Carlos Colombino, y el Museo del Barro, fundado por este artista, Osvaldo Salerno e Ysanne Gayet. Ambos programas buscan colectar, exponer y difundir diversas formas de arte moderno y popular, respectivamente.(4)
En 1987 se inaugura en suelo propio el museo definitivo, que unifica sus diversos programas bajo el nombre de Museo del Barro / Centro de Artes Visuales del Paraguay, cuyos acervos fueron formados por donaciones de sus fundadores. (Los recursos para la terminación del edificio provinieron de los peculios de los fundadores, básicamente de Colombino, y aportes de empresas, colaboradores personales y agencias internacionales). El establecimiento del museo permitió que se fuesen complejizando sus fondos patrimoniales con colecciones de arte precolombino, pinturas y objetos e instalaciones (particularmente producidos en el Paraguay, aunque también en el resto de Iberoamérica). También fueron incrementando y diversificándose las colecciones de arte mestizo rural que, compuestas inicialmente por piezas de cerámica (que habían dado origen al nombre Museo del Barro), pasaron a reunir obras muy diversas: tejidos, tallas en madera, cestería y objetos de oro y plata. En 1989 se produce una nueva incorporación, que no sólo incrementa los acervos patrimoniales del museo, sino que incide en su definición conceptual: se anexa la colección de arte indígena formada y donada por Ticio Escobar, cuyas dependencias, conectadas con las de las otras colecciones, fueron habilitadas en 1995.
Una vez derrocada en 1989 la dictadura de Stroessner, que había constituido un gran obstáculo para el desarrollo del proyecto, parecía abrirse para éste una época de bonanza y prosperidad. Pero poco tiempo después, en 1992, mientras se estaban construyendo las dependencias que albergarían la colección de arte indígena, un violento tornado destruyó parte importante de la edificación del museo, cuyos techos fueron arrancados por la tempestad y aplastados contra las paredes de aquellas dependencias. La situación, en sí desalentadora, condujo a salidas imprevistas. Casi en ruinas, el museo lograba una súbita visibilidad pública y, desde ella, despertaba la solidaridad de sectores amplios. Comisiones de vecinos, grupos de artistas, movimientos ciudadanos y partidos políticos, así como la Municipalidad de Asunción, dependencias estatales y embajadas y agencias extranjeras comenzaron a apoyar un programa de emergencia y restauración. La empresa, que había comenzado con la recuperación y resguardo de las piezas anegadas o sepultadas entre escombro y barro (ninguna de ellas fue robada en medio de la confusión), terminó en 1995 con la inauguración de nuevas instalaciones cuya cuantía y dimensiones triplicaron las del edificio original, que permaneciera cerrado durante más de dos años.
El percance no sólo se había constituido en insólito principio de crecimiento, sino en productivo factor de compromiso ciudadano e impulso de nuevas actividades. La reestructuración del museo permitió, por una parte, que sus diferentes salas fueran interconectadas para facilitar el recorrido continuo de las diversas colecciones de acuerdo al guión curatorial del mismo (que considera en un mismo nivel de valor el arte popular y el erudito). Por otra, facilitó estrategias de articulación de diversos programas relacionados con el ámbito amplio que hoy transita el arte contemporáneo, algunos de los cuales se venían realizando ya desde tiempo atrás.(5) Todos estos proyectos operan sobre la base siempre de la gestión particular pero con sistemas de apoyos y convenios híbridos, que incluyen la participación de colaboradores individuales, empresas, entidades estatales, embajadas y agencias internacionales.
En el año 2004, las colecciones de arte latinoamericano (colonial, moderno y contemporáneo, popular y erudito) que forman parte de la Fundación Migliorisi se instalan en un edificio anexo al del Museo, de modo que, internamente, los circuitos entre ambas entidades funcionan de manera ininterrumpida. Este enlace incrementa y potencia notoriamente las instalaciones y acervos de ambas instituciones. Las colecciones y el edificio de la citada Fundación han sido donados por el artista Ricardo Migliorisi.
Actualmente, los objetivos del Museo del Barro movilizan –aparte de los relativos a la custodia, exhibición y difusión de sus colecciones – los siguientes quehaceres:
- El archivo, la investigación y publicación editorial referentes a diversos aspectos de arte en el Paraguay y América Latina (tareas llevadas a cabo por el Departamento de Documentación e Investigaciones).
- El trabajo de promoción artesanal que, realizado en forma sostenida desde 1980, implica el estímulo de la producción y la circulación de las obras de creadores campesinos e indígenas, así como la valorización y acompañamiento de sus trabajos (almacén de venta de obras de artesanos artistas y programas de asistencia técnica, intermediación y asesoría).
- El apoyo del derecho a la diversidad y la autogestión de los pueblos indígenas (asistencia en proyectos culturales, apoyo a campañas de promoción y defensa de los derechos culturales).
- El fomento de la creación de artistas jóvenes (talleres de arte y premios estímulo).
- La realización de diversas actividades de formación, discusión y debate (un seminario que lleva seis años de duración, conferencias y coloquios internacionales y un programa de visitas de estudiantes).
Los conceptos del Museo del Barro
El Museo del Barro busca trabajar en pie de igualdad obras de arte popular (indígena y mestizo) y erudito.(6) Este planteamiento exige no sólo activar dispositivos de interacción entre tales obras, sino subrayar el estatuto artístico de todas ellas; es decir, se opone a la política que reserva el museo de arte a las producciones eruditas mientras relega las populares a los museos de arqueología, etnografía o historia, cuando no de ciencias naturales. Para trabajar en esta dirección, la curatoría museal debe manejar un concepto de lo artístico que, sin perder la especificidad de lo formal y lo expresivo, discuta el elitismo etnocentrista de la modernidad. Se propone, de este modo, un modelo inclusivo de arte, desarrollado paralelamente al programa moderno, aunque estrechamente vinculado con él. Argumentar en pro de la paridad entre sistemas diferentes de arte requiere una conceptualización de lo artístico popular.
El arte popular, como cualquier otra forma de arte, recurre al poder de la apariencia sensible, la belleza, para movilizar el sentido colectivo, trabajar en conjunto la memoria, intensificar la experiencia de la realidad y anticipar porvenires. Pero, cuando se trata de otorgar el título de arte a estas operaciones (plenamente artísticas, por cierto), la Estética interpone enseguida una objeción: en ellas, la forma no puede ser seccionada limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos diferenciados por el pensamiento moderno, como el del arte, la religión, la política, el derecho o la ciencia.
Esta confusión infringe el principio de la autonomía del arte, figura central de la modernidad, erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte. La autonomía formal se funda en dos premisas claras: la separación entre forma y función y el predominio de la primera sobre la segunda. Apoyada en Kant, la Estética dictamina que sólo son artísticos los fenómenos en los cuales la bella forma desplaza todo empleo que contamine su pureza con el interés de una utilidad cualquiera (los oficios del rito, las aplicaciones domésticas, los destinos políticos o económicos, etc.). La autonomía formal encabeza la lista de otros requisitos demandados por el sistema moderno del arte para aceptar la artisticidad de una obra: la genialidad individual, la innovación, la originalidad y la unicidad: la obra debe ser creada ex-nihilo, a partir de una inspiración privilegiada, y debe provenir de un acto exclusivo y personal, irrepetible. Y, también, ha de significar una ruptura de la tradición en la cual se inscribe.
Resulta claro que las características recién mencionadas sólo corresponden a notas propias de la modernidad; un momento específico de la historia del arte desarrollado, en sentido muy amplio, entre los siglos XVI y XX. Por lo tanto, tales notas no resultan aplicables a muchos modelos del arte, como el popular, cuyas formas no son autónomas (aunque la belleza remarque funciones extra-artísticas), ni son fruto de una creación individual (aunque cada artista reinterprete a su modo los códigos colectivos), ni se producen a través de innovaciones transgresoras (a pesar de que su desarrollo suponga una constante movilización del imaginario social), ni se manifiestan en obras irrepetibles (aun cuando cada forma específica conquiste su propia capacidad expresiva). Es obvio que esta desobediencia de las notas del arte moderno no es exclusiva de las culturas populares: toda la historia del arte anterior a la modernidad carece de algunos de los requisitos que ésta erige como canon universal.(7)
Convertir el modelo del arte moderno occidental en paradigma universal del arte produce una paradoja en la teoría estética, que sostiene que toda cultura humana es capaz de alcanzar su cúspide en la creación artística. En este sentido, el arte se define no desde la autonomía de sus formas, sino como producto de una tensión entre la forma (la apariencia sensible, la belleza) y el contenido (los significados sociales, las verdades en juego, los indicios oscuros de lo real). De atenernos a esta definición, el arte es patrimonio de todas las colectividades (incluidas, obviamente, las populares) capaces de crear imágenes intensas mediante las cuales interpretan su memoria, su proyecto y su deseo. Desconocer este principio supone instalar una discriminación autoritaria entre los dominios superiores del gran arte (autónomo, soberano) y el prosaico mundo de las artes menores, poblado por artesanías, hechos de folclore o productos de “cultura material”.
El uso del término “arte popular” no sólo permite ensanchar el panorama de las artes contemporáneas, acosado por una visión demasiado estrecha de lo artístico, sino alegar en pro de la diferencia cultural: reconocer modelos de arte alternativos a los del occidental y refutar el prejuicio etnocéntrico de que existen formas culturales superiores e inferiores, merecedoras o indignas de ser consideradas expresiones excepcionales. Esta argumentación se basa en dos alegatos.
El primero invoca el concepto tradicional de arte basado no en la autonomía absoluta de la forma, sino en la tensión entre ésta y los contenidos sociales o existenciales (verdades, usos, valores poéticos, oscuros significados). Hombres y mujeres de diversas comunidades rurales y pueblos indígenas apelan a la belleza no como un valor en sí, sino como un refuerzo de diversas funciones ajenas al círculo estricto regido por la forma. En esta operación, el goce estético constituye una experiencia intensa, pero no autosuficiente: marca una inflexión en el curso de un proceso más amplio dirigido a activar complejos significados sociales, a rastrear los indicios de certezas inalcanzables(8).
Pero la falta de autonomía estética no significa ausencia de lo estético. Enredada en la textura del cuerpo social, la fuerza de la belleza impulsa el cumplimiento de funciones económicas, políticas, sociales y religiosas. Los colores más intensos, los diseños más exactos y las más sugerentes tramas e inquietantes combinaciones operan más allá de la lógica de la armonía y la sensibilidad: recalcan aspectos fundamentales del quehacer social despertando las energías furtivas de las cosas, realzando sus apariencias: volviéndolas excepcionales.
El segundo alegato en pro del término “arte popular”, apela a razones políticas. Ya fue sostenido que el reconocimiento de un arte diferente ayuda a discutir el pensamiento etnocéntrico según el cual sólo las formas dominantes pueden alcanzar ciertas privilegiadas cimas del espíritu. Pero este reconocimiento también apoya la reivindicación de la diversidad: los derechos culturales. La autodeterminación de las culturas alternativas requiere la tolerancia de sus particulares sistemas de sensibilidad, imaginación y creatividad (sistemas artísticos), desde los cuales ellas refuerzan la autoestima comunitaria, cohesionan sus instituciones y renuevan la legitimidad del pacto social.
Indígenas y campesinos visitan a menudo el museo (y colaboran a veces en los montajes, especialmente de los atuendos rituales), pero ellos tienen conciencia de que la exposición de sus propios objetos corresponde a un programa diferente al suyo; las coincidencias se dan más por los motivos políticos recién expuestos que por razones estéticas. Ellos pueden ver con satisfacción sus propias obras exhibidas en otro medio, pero no se identifican con esa operación que es esencialmente extraña a sus sistemas culturales. La mirada que despiertan las piezas dispuestas en vitrinas no es la misma que la suscitada en sus situaciones originales. El museo es, por definición, un dispositivo paradójico, orientado a descontextualizar y recontextualizar los objetos sin olvidar la referencia a los contextos originales. Pero el hecho mismo de que no sean las formas lo que determina el destino de las obras de arte popular (sino la relación de éstas con sus funciones variadas) permite que las articulaciones de este arte estén preparadas para ser desmontadas y rearmadas de acuerdo al requerimiento de usos variables. Por eso, cuando el museo convoca obra popular para subrayar (arbitrariamente) su lado artístico e inscribirla en un proyecto político, los objetos no desfallecen, no sufren un desarraigo radical: se reubican en esos nuevos marcos y muestran otras significaciones, que en sus contextos originales se encontraban latentes. Paradójicamente, así, la falta de autonomía formal termina asegurando un cierto margen de autonomía de presencia a una obra abierta a empleos y sentidos plurales. Expuesta al juego de miradas distintas que la interpelan de muchas maneras, ella podrá, a su vez, suscitar distintas cuestiones en quienes la observan desde otros lugares.(9)
Esta posibilidad resulta especialmente ventajosa en relación a los pueblos indígenas: defender otras formas de arte puede promover miradas nuevas sobre hombres y mujeres que, cuando no son despreciados, sólo son considerados –desde la compasión o la solidaridad– como sujetos de explotación y miseria. Reconocer en ellos a artistas, poetas y sabios obliga a estimarlos como figuras notables, sujetos complejos y refinados, capaces no sólo de profundizar su propia comprensión del mundo, sino de alentar con los argumentos de la diferencia el deprimido panorama del arte universal.
Notas
Identidade Cultural, Coleçâo Memo, Fundaçâo Memorial da América Latina, Sâo Paulo, 1997.
2. Esta frase es usada en el Perú por los conductores de ómnibus para invitar a los pasajeros a subir a sus vehículos aunque éstos se encuentren sobrecargados.
3. Gustavo Buntinx, “Comunidades de sentido / Comunidades de sentimiento. Globalización y vacío museal”, ponencia sin editar presentada en la reunión preparatoria del coloquio Museos y esferas públicas globales, convocado por la Fundación Rockefeller, Buenos Aires, junio 2001. (El coloquio tuvo lugar en Bellagio, Italia, el año siguiente).
4. El Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo comenzó a construir un local en Asunción en un terreno adquirido con fondos propios de Carlos Colombino, mientras que el Museo del Barro se instaló en San Lorenzo, una ciudad cercana a Asunción, adonde se mudó en 1983.
5. Así, en 1987, en el contexto de la formación del Museo de Arte Indígena, se había organizado la Comisión de Solidaridad con los Pueblos Indígenas, dirigida a apoyar los derechos culturales de diversas etnias. Recién caída la dictadura, en 1989, el museo impulsó la constitución de un colectivo de artistas e intelectuales que, agrupados bajo la denominación de Trabajadores de la Cultura, desarrolló en su sede una serie de discusiones acerca del nuevo papel de lo cultural durante los inicios de la transición a la democracia.
6. A pesar de las connotaciones elitistas que pudieran designar esas expresiones, para nombrar la producción de artistas provenientes de la tradición ilustrada (académica o vanguardista) se prefiere emplear los términos erudito o culto antes que contemporáneo, pues se asume que las obras de artistas populares también son contemporáneas, aunque respondan a su propio tiempo de manera diferente. En sentido amplio, el término arte popular incluye el indígena, en cuanto se refiere al conjunto de formas alternativas que suponen una dirección no hegemónica, aunque no necesariamente contrahegemónica. Así, el arte popular comprende tanto el mestizo (generalmente rural) como el indígena, correspondiente a pueblos de origen prehispánico que mantienen una tradición cultural específica sobre la base de formas religiosas, lingüísticas y socioeconómicas particulares.
7. Para legitimar la tradición hegemónica ilustrada, la historia oficial no tiene problemas en reconocer la artisticidad de culturas que carecen de las notas del arte moderno, pero no constituyen culturas populares en sentido estricto (arte chino, babilónico, griego, egipcio, gótico).
8. En este punto, el arte popular coincide con el arte contemporáneo, que recusa la autonomía formal moderna para saludar el retorno de los contenidos y propulsar una apertura a lo extra-artístico. La relación forma / función constituye una fuerza inconciliable, un “indecidible” que dinamiza el quehacer del arte actual y borronea sus contornos tajantes.
9. Las instituciones del arte tienen hoy la posibilidad de crear marcos, párerga (Derrida), no cerrados: los lugares de exposición no delimitan los límites de la escena, de modo que los objetos puedan cruzarlos y dejar en suspenso su propio carácter de “artísticos”, desconociendo ideas a priori de lo que es o no arte. Así como los arbitrarios marcos museales no son definitivos, tampoco lo son las originales condiciones de producción de una obra que trasciende en parte sus propios sentidos y deviene principio de lecturas plurales.